domingo, 25 de septiembre de 2011

Los ovnis ¡vaya timo!



CAMPO, Ricardo. Los ovnis ¡vaya timo! Pamplona: Laetoli. 2006. 136 pp.

Tuve un profesor que fue sacerdote católico, pero colgó los hábitos y se volvió ateo. Parece que nunca quedó plenamente satisfecho con su decisión. A menudo me comentaba que, si bien se sentía más intelectualmente realizado con su ateísmo, también lo invadió un sentimiento de soledad. Y, esa soledad no era propiamente debida a falta de amigos y familiares, sino una soledad más profunda: la idea de que ningún dios o ser sobrenatural nos está acompañando.

Me parece que es muy fácil sentirse sobrecogido por la soledad de la cual me hablaba mi profesor. Basta salir en la noche y contemplar un cielo estrellado para mortificarse (al menos, es mi caso) con la idea de un universo vasto, pero apenas con nosotros, los humanos, como seres conscientes.

Sospecho que este sentimiento de soledad fue uno de los motivos por el cual los hombres en el pasado inventaron a los dioses. Y, sospecho que es exactamente el mismo motivo por el cual los hombres siguen inventando nuevos seres imaginarios para apaliar la soledad que se siente ante la inmensidad del cosmos. Cuando la tecnología humana era muy precaria, se inventaban a seres divinos que forjaban hierro y traían fuego a los hombres. Hoy, en plena era de las telecomunicaciones, se inventan seres de otros planetas que viajan en naves espaciales.

No estoy diciendo nada nuevo cuando opino que la ufología ha venido a convertirse en el desesperado intento por rellenar el vacío religioso que ha traído la secularización a las sociedades modernas. El problema, no obstante, está en que los más emblemáticos representantes de la ufología no están dispuestos a aceptar que sus alegatos tienen la misma talla que los alegatos sobre los dioses del Olimpo. Para ellos, los cuentos sobre ovnis no son meras leyendas pintorescas que forman parte del folklore de la sociedad industrial; antes bien, pretenden hacerlos pasar por hallazgos que cuentan con el respaldo de la ciencia.

Ricardo Campo pasa revista a los principales alegatos de quienes promulgan la existencia de visitas extraterrestres y, como ha de esperarse, expone las debilidades de estos alegatos. Probablemente el más famoso de todos (aunque, Campo no le dedica demasiada atención) es el incidente en Roswell, EE.UU., en 1947. Un globo meteorológico cayó a tierra y el ejército norteamericano rápidamente recogió los restos, una estrategia militar perfectamente comprensible, dadas las tensiones de espionaje durante la incipiente Guerra Fría.

Pero, no faltaron alegatos de que en realidad se trataba de una fallida invasión extraterrestre. Años después, algunos de quienes participaron en este procedimiento militar empezaron a asegurar que habían visto cuerpos de alienígenas entre los restos. Frente a esto, Campos ofrece una explicación perfectamente plausible: seguramente algunos de estos soldados, traumatizados por sus experiencias militares, pudieron haber confundido sus recuerdos de combate, donde seguramente vieron cuerpos. Décadas después, un infame productor de televisión británico divulgó una película en la cual supuestamente se hacía una autopsia a un alienígena en Roswell, pero se descubrió que era un montaje.

Fue en la década de los 40 del siglo XX cuando empezó la gran oleada de avistamientos. En 1947 (el mismo año del incidente de Roswell), un testigo vio desde lo alto a una nave desplazarse por el agua como si fuera un platillo (valga destacar acá que el testigo hacía referencia, no a la forma de la nave, sino a su movimiento), pero el periodista que tomó el testimonio, creyó que la palabra ‘platillo’ se refería a la forma de la nave en sí. Desde entonces, ha quedado en la imaginación de los ufólogos que los extraterrestres viajan en platillos voladores. Esto, por supuesto, dice mucho respecto al inmenso poder de los medios de comunicación sobre las creencias colectivas.

Campo reseña cómo esta mitología ha crecido de forma muy creativa. Se ha postulado la hipótesis de que hubo visitas extraterrestres en el pasado, y que fueron alienígenas quienes construyeron las grandes obras arquitectónicas de las civilizaciones antiguas no occidentales. También, ha habido una efervescencia en torno a los supuestos raptos por parte de los alienígenas, especialmente cuando las víctimas están durmiendo. Campo postula que, hay una larga historia de abducciones durante el sueño (por ejemplo, la visita de demonios sexuales y vampiros), lo cual hace plausible pensar que está en juego la misma operativa psicológica que hace que las personas alucinen con estos encuentros.

De hecho, la evidencia invocada a favor de los ovnis es estrictamente testimonial. Y, como se sabe, y bien recuerda Campo, el testimonio no es prueba suficiente. Ha habido testimonios sobre brujas volando por los cielos, visitas diabólicas, etc. Por supuesto, nada de esto lo tomamos en serio. Pues bien, tampoco deberíamos tomar en serio los alegatos sobre los ovnis, si apenas cuentan a su favor con los testimonios de algunas personas. Y, Campo ofrece buenas razones para no confiar demasiado en estos relatos: la percepción humana es frágil al condicionamiento previo, amén de que la masiva industria ufológica ha propiciado más avistamientos que, en muchos casos, desembocan en suculentos negocios.

No faltan, por supuesto, alegatos de que existe una masiva conspiración política y militar para callar a quienes han visto ovnis. Y, para hacerlo más pintoresco, se invocan las supuestas visitas de los hombres vestidos en traje negro, a partir de lo cual, se hizo una película con Will Smith, la cual pudo haber sido una interesante ridiculización de este fenómeno, pero terminó siendo más un típico producto hollywoodense, que en muchos casos, en vez de parodiar, propició que aún más gente afirmara sus creencias sobre las conspiraciones ufológicas.

El libro de Campo está muy bien documentado, pues además, dedica detallada atención a los alegatos hispanos sobre avistamientos de ovnis (como ha de esperarse, este fenómeno procede fundamentalmente de EE.UU., pero eso no ha impedido su extensión al mundo hispano). Y, tiene, además un añadido personal: Campo confiesa haber sido un creyente de estas tonterías; cual alcohólico reformado, él ha estado en lo más oscuro de la ignorancia, e invita a los demás a seguir su ejemplo y ver la luz.

Por ello, me parece que el libro es Campo es una contribución sumamente pertinente. Sólo levanto una leve objeción. Campo admite que sí hay posibilidades de que exista vida extraterrestre. Pero, en realidad, Campo casi no desarrolla este tema en su libro, y es lamentable. Pues, así como Campo bien denuncia que, el común de la gente erróneamente asocia la posibilidad de vida extraterrestre con avistamientos de ovnis, también es lamentablemente común que, el común de la gente cree que el ser escéptico respecto a los ovnis es cerrarse a la posibilidad de que exista vida extraterrestre.

Quizás, Campo pudo haber enriquecido su libro con una discusión sobre la ecuación de Drake y la paradoja de Fermi. Al considerar el número de estrellas en la galaxia, la fracción de esas estrellas que tienen planetas, la fracción de esos planetas que son habitables, la fracción de esos planetas habitables que alguna vez pudieron tener vida, la fracción de esos planetas con vida que pudieron desarrollar vida inteligente, y la fracción de éstos que pudieron desarrollar tecnología para visitar otros planetas, quizás tengamos que admitir que las probabilidades de vida extraterrestre son altas. Pero, inmediatamente sale a relucir la pregunta evocada por Enrico Fermi: si hay tantos alienígenas en el universo, ¿dónde están?, ¿por qué no los vemos?

Una respuesta a esta paradoja de Fermi es que los alienígenas ya están acá, y se han manifestado en ovnis. El libro de Campo, por supuesto, es un elocuente esfuerzo por rechazar esta respuesta. En función de eso, la pregunta hecha por Fermi mantiene su pertinencia. En realidad, cualquier intento por responderla será especulativo. Pero, a diferencia de las especulaciones sobre ángeles y demonios, éste es un tipo de especulación para la cual sí vale la pena aventurarse.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

La sabana santa ¡vaya timo!



ARES, Felix. La sábana santa ¡vaya timo! Pamplona: Laetoli. 2006. 134 pp.

Llevo varios años estudiando los fenómenos religiosos desde una perspectiva secular. Y, rodeado de izquierdistas como estoy, siempre me encuentro con la trillada tesis de Marx, según la cual la religión es el opio del pueblo. De acuerdo a esta tesis, lo sagrado es una gran estafa. Unos hombres inventaron a Dios para dominar a los demás y ganar provecho económico con eso.

Estas hipótesis siempre me han parecido sumamente simplonas. Pero, debo confesar que, después de haber leído La sábana santa ¡vaya timo!, he cambiado ligeramente de opinión. Quizás la religión se deba a causas muy complejas (temor a los fenómenos de la naturaleza, confusión de metáforas, proyección de la imagen del hombre, predisposición genética, funcionalidad social, etc.), pero este libro me ha convencido de que, en muchas instancias, la religión es un cuantioso negocio.

Hoy, la sábana santa no es ya un negocio (hay negocios religiosos más jugosos, como los televangelistas pentecostales). Pero, ciertamente lo fue en el siglo XIV. Félix de Ares hace un extraordinario recorrido por la historia de esta supuesta reliquia para denunciar, no sólo las múltiples inconsistencias en las que inevitablemente incurrimos si asumimos que este pedazo de tela envolvió al cadáver de Jesús, sino también el contexto de ‘simonía’ (el término que los propios cristianos usan para referirse a la comercialización de lo sagrado) en el que apareció esta reliquia.

De hecho, el libro de Ares puede dividirse en dos partes no cronológicas. Una parte es una discusión técnica de aspectos que, quizás una persona laica (como yo) en asuntos de química, fotografía o anatomía tiene alguna dificultad en seguir (aunque, si se hace un pequeño esfuerzo, se entiende perfectamente). La otra parte es una discusión histórica respecto a aquello que, en continuidad con el gran historiador Mircea Eliade, Ares considera la verdadera religión de la Edad Media, a saber, el culto y la comercialización de las reliquias. Esta segunda parte es mucho más entretenida que la primera.

Y, lo que Ares describe es tan brutal, que a primera vista, incluso un no cristiano (como yo) se escandaliza y tiene dificultad en aceptar el descaro descrito por Ares, sólo para corroborar con otras fuentes que, en efecto, su descripción es real. En la Edad Media, la limosna dada en las iglesias alcanzaba jugosas sumas. Así, prosperó el deseo de muchos clérigos de fundar nuevos templos. Pero, la convención por aquella época era que cada templo nuevo debía contar con alguna reliquia. Y, así, empezaron a aparecer montones de reliquias.

Algunas reliquias pretendían ser meros objetos históricos, como alguna pertenencia de Jesús. Otras, pretendían ser tener un origen más sobrenatural, como unas plumas de las alas del ángel Gabriel. Llegó un momento en que hubo tal sobrecarga de reliquias, que incluso entre los propios cristianos de aquella época, se desconfiaba de la autenticidad de la vasta mayoría de estos objetos. Así, se idearon pruebas para comprobar su autenticidad, como por ejemplo, arrojar la reliquia al fuego (si no ardía, era auténtica). Hubo también intentos por certificar con documentos la autenticidad de estas reliquias. Como ha de sospecharse, no resultó ser muy difícil burlar estas pruebas: se crearon reliquias con materiales petrificados resistentes al fuego, y se falsificaron los certificados.

En ese contexto de estafas y engaños apareció la sábana santa en el siglo XIV. Insólitamente, recuerda Ares, la primera mención documental de la sábana santa procede de un obispo que escribe al Papa (‘Anti-Papa’ en los términos actuales, en realidad, pues su sede era Avignon), advirtiendo que un clérigo de una comarca vecina, había falsificado la sábana en cuestión, y pagaba a la gente para hacerse pasar por enfermos, y ser milagrosamente curados por el manto.

Con todo, eso no ha impedido que, hasta el día de hoy, un considerable sector del catolicismo opine que la reliquia es auténticamente el sudario en el cual se envolvió el cuerpo de Jesús. Ares reseña los distintos exámenes técnicos que se han hecho en tiempos modernos para evaluar su autenticidad. Distintas pruebas con reactivos han revelado que en el sudario no hay ningún rastro de sangre. Y, si acaso la hubiese, su color ya sería negro, y no rojo. Esto, me parece, es un argumento de peso para rechazar la autenticidad del manto de Turín.

Ares también expone otros argumentos en contra de la autenticidad que, a mi juicio, son más débiles. Por ejemplo, Ares señala que en los evangelios no hay mención del sudario. No me parece que eso sea un argumento en contra de la autenticidad de la sábana. Si acaso tal reliquia es auténtica, quizás los evangelistas no le prestaron atención, pero algún otro seguidor de Jesús mantuvo el manto. Sabemos que hay reliquias nazis auténticas, a pesar de que muchas de éstas no son mencionadas en Mein Kempf. Lo mismo podríamos pensar respecto a las reliquias cristianas y su falta de mención en los evangelios.

Ares señala también que el evangelio de Juan deja entrever que el cuerpo de Jesús no fue envuelto en un sudario, sino en vendas de lino. A esto, respondo que los otros evangelios sí mencionan que Jesús fue enterrado con un lienzo entero, y que por regla general, los historiadores (incluidos los seculares) consideran mucho más confiables los relatos de Mateo, Marcos y Lucas, que los de Juan.

Ares señala que, puesto que Jesús era pobre, seguramente no pudo ser enterrado con un lienzo, un honor reservado a los ricos. A eso, respondo que, según el relato de los evangelios, un rico, José de Arimatea, procuró darle digna sepultura a Jesús, en vista de lo cual, pudo haber ofrecido un manto para enterrarlo.

Asimismo, Ares señala que, muy probablemente, Jesús no llevaba barba y pelo largo; la estampa que aparece en el sudario sería más bien una proyección típica de los artistas medievales. Sobre esto, opino que es muy difícil hacerse una idea sobre la apariencia física de Jesús. Los retratos más tempranos de Jesús no son propiamente confiables, pues datan de al menos el siglo III; pero no deja de ser cierto que el mismo Pablo censura a quienes llevan el pelo largo (I Corintios 11: 14). Con todo, me parece que queda abierta la posibilidad de que Jesús sí hubiese llevado barba y pelo largo, si acaso él hubiera sido un nazarita, y quizás, su apodo ‘nazareno’ refleje esto. Ares apela al testimonio de Celso sobre la apariencia física de Jesús como un hombre bajo (la imagen del sudario refleja a un hombre alto), pero opino que no debe perderse de vista que Celso no era un testigo ocular de la vida de Jesús, y que era un adversario del cristianismo. En todo caso, insisto, la apariencia física de Jesús es agua turbia.

Por otra parte, Ares presenta sólidos argumentos de sentido común que dan enorme peso a la hipótesis de que la sábana santa sea obra de un artista medieval. El que más me ha convencido es el siguiente: la impronta facial en un sudario no puede reflejar una cara proporcionada. Al tomar una cara manchada con pintura (o sangre), y envolverla con un trapo, la proporción de las dimensiones se altera (el lector mismo puede hacer la prueba). Con todo, la imagen del sudario de Turín es una cara proporcionada (aunque, algunos fanáticos opinan que el hecho de que la cara sí es proporcionada, contrario a la expectativa, es precisamente la prueba de que se trata de un milagro). Además, Ares señala que hay imperfecciones anatómicas en la estampa del cuerpo en el sudario de Turín: los dedos de las manos son demasiado largos; la imagen frontal no coincide con la dorsal respecto a la posición de los pies; hay falta de profundidad en las nalgas.

La puntilla final a todo esto, no obstante, es la datación del sudario empleando el carbono 14. Ares reseña cómo tres laboratorios independientemente emplearon la técnica del carbono 14, y los tres llegaron a la conclusión de que esta reliquia en realidad procede del siglo XIV. El carbono 14 es una de las técnicas de datación más seguras y confiables, pero con todo, persisten los creyentes que se resistan a aceptar estos hallazgos, y para ello, invocan las típicas hipótesis ad hoc. La más común consiste en postular que el sudario de Turín ha recibido contaminaciones de elementos rejuvenecedores que impiden una óptima datación, pero Ares explica por qué ésta no es una buena explicación.

Con todo, quienes creen que el manto de Turín es auténtico, opinan que la imagen que ahí aparece no pudo haber sido elaborado por un artista medieval. Y, en función de ello, opinan que se trata de un milagro. Más aún, a finales del siglo XIX, Secondo Pia, un fotógrafo aficionado, hizo varias tomas, y al contemplar sus negativos, apreció la imagen completa no vista anteriormente. A partir de ello, se ha alegado que el manto de Turín es un negativo de una fotografía, y de nuevo, eso lo hace milagroso, pues en la Edad Media no había acceso a tales tecnologías.

Ares admite que la imagen es inusual y que, el artista que la pintó exhibió un alto nivel de maestría. Pero, Ares somete a consideración algunas posibilidades que perfectamente pueden explicar cómo se pintó la imagen, sin necesidad de apelar a una intervención sobrenatural. La imagen pudo haber sido hecha con la técnica del frotado sobre un bajo relieve, el tostado, o pintada con un pincel, o transfiriendo la imagen de una tela a otra.

En definitiva, el libro de Ares es un repaso demoledor de los alegatos irracionales de quienes aún se empeñan en afirmar que un pedazo de tela del siglo XIV no es sólo la sábana con que se cubrió el cuerpo de Jesús, sino que además, lleva impronta una imagen sobrenatural. Me parece que el manto de Turín es emblemático de la profunda división que hay en el catolicismo entre la piedad del pueblo llano y la mayor sofisticación de los teólogos. La elite de clérigos que se ha dedicado más al estudio y menos al sensacionalismo apelará mucho más a los argumentos apologéticos clásicos, que a una falsa reliquia.

viernes, 9 de septiembre de 2011

El yeti y otros bichos ¡vaya timo!




CHORDÁ, Carlos. El yeti y otros bichos ¡vaya timo! Pamplona: Laetoli. 2007. 134 pp.

Hace unos meses, escribía un capítulo de mi libro El postmodernismo ¡vaya timo! En ese capítulo, dirigía mis críticas a las feministas que defienden la tesis de que hubo un matriarcado histórico, y para ello se basan en las descripciones del historiador griego Herodoto sobre las amazonas. Indagando un poco más sobre Herodoto, descubrí que es un cronista no muy confiable. Pues, además de narrar historias fantasiosas sobre las amazonas, dejó un registro sobre la existencia de los cinocéfalos en Libia, supuestos hombres con cabeza de perro (no faltará algún fundamentalista norteamericano que opine que el dictador Gadaffi es descendiente de esta raza de hombres).

Pues bien, la imaginación de Herodoto sobre extraños animales ha encontrado firme arraigo en las mitologías de casi todo el mundo. A medida que la zoología ha adquirido un carácter científico en el Occidente moderno, las historias sobre hombres con cabeza de perro, monstruos marinos que acosan embarcaciones, y criaturas por el estilo, han quedado relegadas al folklore. Pero, como suele ocurrir, persiste una legión de personas que pretenden cubrir con un manto científico sus mitológicas creencias sobre animales descomunales. Estas personas promueven la pseudociencia de la criptozoología.

Carlos Chordá elabora un repaso demoledor por los principales alegatos de la criptozoología. Su libro es una carta dirigida al defensor de la criptozoología, en la cual desenmascara los errores y asunciones de las cuales se valen los criptozóologos para defender su causa.

Un aspecto muy importante destacado por Chordá, es que nunca se podrá probar la inexistencia de un ente, sea Dios o un unicornio azul. Nuestra experiencia es limitada (y, por eso, la ciencia es inductiva), y por ende, siempre queda abierta la posibilidad de que el chupacabras exista en alguna región inexplorada de Puerto Rico. Pero, precisamente, la carga de la prueba reposa sobre el criptzoólogo. Si éste no logra proveer evidencia contundente a favor de sus alegatos, entonces debemos asumir que las criaturas que él menciona, no existen.

Chordá empieza por mencionar el intrigante hecho de que Charles Darwin se aventuró a postular la posibilidad de que alguna esfinge con una lengua muy larga, pero aún no descubierta, debe existir. Darwin hizo esta inferencia a partir de su observación de una orquídea que necesita un polinizador con esas características, a pesar de que, hasta ese momento, no había sido descubierta tal especie.

A partir de ello, muchos criptozóologos han asumido a Darwin como padre fundador de la criptozoología. Pero, Chordá recuerda que la inferencia de Darwin es racional (a diferencia de los alocados alegatos de los criptozoólogos) y, eventualmente, esa especie sí fue descubierta. Los criptzóologos también toman como bandera de su disciplina el okapi, un mamífero que se creía mitológico, pero que eventualmente fue descubierto e incorporado a la lista de animales existentes.

Con todo, eso está muy lejos de los alegatos irracionales que suelen hacer los criptozóologos. Pues, en casi todos los casos, postulan la existencia de animales, pero sobre la base de evidencia sumamente débil, fundamentalmente anécdotas, Y, además, añade Chordá, sospechosamente son organismos que forman parte de la mega fauna. Muy pocos criptozoólogo tiene interés en encontrar un pequeño roedor o un minúsculo insecto. Antes bien, sus alegatos son sobre grandes animales. No es difícil ver la sed de sensacionalismo en estos alegatos. Como buen biólogo, Chordá además postula la implausibilidad de los alegatos criptozoólogicos: si de verdad estos críptidos existieran por tanto tiempo, se verían en mayores cantidades, pues para mantener a una especie durante mucho tiempo es necesario una población que permita la reproducción.

Además, es sospechoso que los avistamientos de estos críptidos ocurran en regiones climáticas muy disímiles entre sí, pero a al mismo tiempo estas regiones tienen habitantes con similitudes culturales (por ejemplo, el chupacabras aparece en ríos, montañas, sabanas y desiertos, pero casi siempre es visto por personas de habla hispana).

Los cinocéfalos descritos por Herodoto eran probablemente papiones en la sabana africana: primates cuya cabeza, en efecto, tiene cierto aspecto canino. Pues bien, en la mayor parte de los críptidos (los supuestos animales aún no descubiertos por la ciencia), las descripciones que sobre ellos se hacen parecieran tratarse de meras confusiones respecto a otros animales. Así, por ejemplo, Chordá postula que el temible mokele-mbembe del Congo seguramente es el hipopótamo.

No toda la criptozoología se debe a confusiones en las observaciones. Chordá advierte que en muchos casos hay fraudes deliberados. Son los casos de las supuestas evidencias fotográficas del monstruo del lago Ness, las piedras de Ica en Perú con supuestos registros de cazadores de dinosaurios, y por supuesto, el Chupacabras. En este último caso, probablemente se deba a un macabro gamberrismo que depreda animales domésticos para atribuir esta violencia a un misterioso animal difícil de clasificar.

Probablemente el críptico más famoso de todos (y el cual sirve de título a este libro), el yeti, también cuenta a su favor evidencia muy débil. En la mayoría de los casos, Chordá advierte que se trata de meros testimonios sin mayor fuerza probatoria. Hubo alguna ocasión cuando, en Bhután, se encontró en un árbol un pelo; al descifrar el ADN procedente de este pelo, no pudo atribuirse a ninguna especie conocida. Los criptozoólogos inmediatamente saltan a decir que debe tratarse del ADN del yeti. Esto, por supuesto, es una típica falacia ad ignorantiam: asumir que, puesto que no hay explicación para un fenómeno, debe ser atribuido a alguna causa misteriosa.

Podrá surgir la pregunta: ¿por qué no confiar en los testimonios? Chordá hábilmente advierte la fragilidad y poca confiabilidad de la percepción humana. En condiciones de poca nitidez, muchas veces vemos lo que deseamos ver. Y, quien esté deseoso de encontrar un yeti, seguramente interpretará alguna sombra como el mítico animal. Por razones evolutivas, tenemos la tendencia a apreciar patrones donde realmente no existen, y eso hace que muchas veces ‘veamos’ figuras inexistentes.

Para que un alegato sea tomado en serio, es necesario mucho más que el testimonio. Chordá se hace eco de la famosa frase de Carl Sagan (Chordá erróneamente se la atribuye a David Hume, a pesar de que el filósofo escocés sí pronunció algo similar respecto a los milagros): los alegatos extraordinarios requieren evidencia extraordinaria. Los escépticos quedaremos convencidos de la existencia del chupacabras cuando sea atrapado en una jaula, y examinemos su ADN. De resto, es más probable que el testimonio sea falso.

En definitiva, el libro de Chordá es muy ameno e ilustrativo. Por supuesto, no pretende ser una enciclopedia escéptica de la criptozoología. Según consulto en Wikipedia (http://en.wikipedia.org/wiki/List_of_cryptids), la lista de supuestos críptidos supera los cien. Por sólo mencionar algunos casos, Chordá no habla del delfín rinoceronte, los cabezas de melón, o el qilin. Pero, estas omisiones no afectan la integridad de su labor como divulgador y escéptico.

Quizás, el libro de Chordá se hubiese nutrido mejor con la incorporación de más explicaciones socio-culturales para los avistamientos de críptidos. Chordá continuamente reprocha a los criptozoólogos un afán de lucro. Pero, me temo que el asunto es más complejo que eso. No creo que Herodoto, por ejemplo, habría querido hacer dinero con su crónica sobre los cinocéfalos. Su intención seguramente fue otra. La fascinación con lo monstruoso en las artes y la literatura obedece a procesos socio culturales muy complejos, que es prudente explorar a la hora de considerar la criptozoología. Y, me temo que frente a la alarmante desaparición de la biodiversidad en la actualidad, un mecanismo de defensa de muchos románticos será el voluntarismo: si bien muchas especies se están extinguiendo en la realidad, muchos románticos quizás quieren encontrar una vía de escape inventando fantasías sobre animales escondidos.