martes, 6 de noviembre de 2012

Los productos naturales ¡vaya timo!


MULET, J.M. Los productos naturales ¡vaya timo! Pamplona: Laetoli. 2011,144 pp.

            Debido al pésimo diseño curricular venezolano, terminé mi bachillerato sin haber jamás estudiado un curso de química. Mi formación universitaria fue humanística, de forma tal que sobre moléculas no conozco casi nada. Pero, desde las humanidades, me he dedicado a atacar la corriente postmodernista. Y, como bien señala el filósofo argentino Juan José Sebreli, buena parte del postmodernismo en realidad es un intento de regreso al pre-modernismo.
            Así, hoy prospera la idea de que la modernidad ha sido muy mala, y nuestros ancestros vivían muy bien en sus comarcas. Y, esta nostalgia por el pasado ha sido especialmente potenciada por grupos ecológicos que han terminado por oponerse a toda forma de avances biotecnológicos. La izquierda ha tenido muchos fracasos políticos, y ha estado en la necesidad de reinventarse. Y, una de las formas de reinventarse es vistiéndose de verde. Así, de repente, a la izquierda le dejó de preocupar los sindicatos y la explotación laboral, y dirigió su atención a causas más pijas. La obsesión con la preservación de lo natural ha sido la más reciente. Para ello, la izquierda ha abandonado a sus figuras clásicas (Marx, Lenin, Trotsky, etc.), y más bien se ha conducido por el camino romántico de Rousseau que añora una época en la que todo era natural.
            El libro de Mulet es una potente crítica a muchas de las ideas disparatadas que proceden de los grupos ecologistas que, para bailar al son de la moda, recomiendan todo ‘al natural’, especialmente en la alimentación. Mulet recuerda que, desde el Neolítico, el grueso de la alimentación humana no ha sido natural. Los pioneros de la agricultura, mediante la selección artificial, crearon variedades que por sí solas jamás hubiesen aparecido en la naturaleza. Y, si bien hubo un larguísimo período paleolítico durante el cual los seres humanos se alimentaban de raíces y otras fuentes de comida no cultivada, probablemente había un déficit nutricional que la agricultura solventó (a pesar de que los competentes antropólogos Jared Diamond y Marshall Sahlins opinan que los recolectores tienen mejores niveles nutricionales que los agricultores).
            Mulet dedica atención a varios productos y técnicas naturistas que han sido abordados en otros libros de la colección ¡Vaya timo! Pero, su principal y novedoso aporte está en la defensa de los transgénicos en el capítulo 2, a mi juicio la porción más importante del libro. Y, sospecho, esta parte del libro ha sido la más discutida, pues los transgénicos siempre invitan a la controversia.
            La defensa que Mulet hace de los transgénicos es sumamente eficaz. Empieza por señalar sus obvias ventajas. Los transgénicos hacen mucho más eficientes los cultivos, lo cual permite alimentar a más gente, y destruir menos el medio ambiente. También los transgénicos permiten ahorrar el largo tiempo que, antaño, la selección artificial tradicional exigía para producir nuevas variedades. Y, puesto que los genes a ser traspasados se aíslan previamente, hay mayor certeza respecto a qué se está diseñando.
            Pero, por supuesto, hay toda una campaña mediática en contra de los transgénicos, y Mulet oportunamente la desmonta. Se ataca a los transgénicos por alterar el orden natural de las cosas, pero Mulet recuerda que llevamos más de diez mil años alimentándonos con productos no naturales. Se dice que los transgénicos son nocivos a la salud, pero no ha habido el menor indicio de que efectivamente así sea. Tampoco es viable sostener que los transgénicos destruyen el medio ambiente, pues más bien es al contrario: la eficiencia en el cultivo hace innecesaria mayor deforestación.
Y, nunca pueden faltar los alegatos económicos: las compañías que producen transgénicos explotan a los campesinos, a quienes obligan a comprar sus semillas. Se ha alegado que la ola de suicidios masivos de campesinos en la India se debe a las deudas contraídas con las compañías de transgénicos. Mulet desmonta esta mentira, y recuerda que esos suicidios se deben a las expropiaciones de tierras por parte del Estado indio. Yo añado lo siguiente: si bien las compañías de transgénicos pueden generar ganancias exorbitantes, nadie sale explotado. Sólo si se opera bajo la ideología obtusa de que, en palabras del filósofo Montaigne, la ganancia de un hombre es la pérdida de otro, entonces las compañías de transgénicos serán vistas como los grandes ogros. Pero, es prudente ver acá una simbiosis: el campesino que usa las semillas transgénicas no pierde; antes bien, la eficiencia de sus cultivos gracias a la biotecnología, potencia sus ganancias, y a la larga, abarata los costos de todos. Al final, como alguna vez escribió el poeta Rudiyard Kipling, los transgénicos podrían “llenar la boca del hambre, y hacer que cesa la enfermedad”.
No hay motivos firmes ecológicos, médicos y ni siquiera económicos para oponerse a los transgénicos. Tampoco el argumento moral de que los transgénicos violan las leyes naturales convence. Pero, sí queda un asunto moral que Mulet sólo menciona de pasada: ¿debe el público estar informado? Greenpeace y otros grupos verdosos sabe que no hay argumentos de peso contra los transgénicos, pero apela al sentido moral común: no mentir, y dejar que la gente decida. Y, así, se exige que los productos transgénicos lleven su etiqueta haciendo saber al consumidor que, en efecto, se dispone a comprar un transgénico.
En principio, esta solicitud no me parece disparatada. Pero, Mulet sostiene que, si se etiquetan los productos, el consumidor ya estaría condicionado a no comprarlos, pues esa etiqueta inspira temor, debido a la manipulación mediática. Por ello, Mulet defiende que no haya obligación de etiquetar. Yo discrepo. La falta moral no es sólo la mentira, sino también la omisión. Y así, me parece, el consumidor tiene derecho a ser informado sobre aquello que consume.
Los defensores de los transgénicos sostienen que, en ese caso, la competencia sería injusta. Pues, muchos productos son más riesgosos que los propios transgénicos, y con todo, no se les exige etiquetar sus productos. Me parce que la solución más salomónica sería exigir que todos los productos sean etiquetados. Los productos naturales corren el enorme riesgo de transmitir la bacteria E. Coli. Pues bien, es urgente que se vendan con etiquetas que adviertan al respecto. En todo hay riesgo, por supuesto, y quizás, todas estas advertencias etiquetadas terminen por hacer consumir masivamente calcomanías, lo cual en sí mismo se podría convertir en un nuevo problema ecológico.
Pero, la solución por la cual optemos, debe ser consistente. Si etiquetamos a los transgénicos, también debemos etiquetar a los productos naturales con una consigna que diga “¡Peligro, riesgo de E. Coli!”. Si esto suena muy alarmista y decidimos no adoptar esa opción, entonces dejemos en paz a los transgénicos de una vez por todas.