martes, 6 de noviembre de 2012

Los productos naturales ¡vaya timo!


MULET, J.M. Los productos naturales ¡vaya timo! Pamplona: Laetoli. 2011,144 pp.

            Debido al pésimo diseño curricular venezolano, terminé mi bachillerato sin haber jamás estudiado un curso de química. Mi formación universitaria fue humanística, de forma tal que sobre moléculas no conozco casi nada. Pero, desde las humanidades, me he dedicado a atacar la corriente postmodernista. Y, como bien señala el filósofo argentino Juan José Sebreli, buena parte del postmodernismo en realidad es un intento de regreso al pre-modernismo.
            Así, hoy prospera la idea de que la modernidad ha sido muy mala, y nuestros ancestros vivían muy bien en sus comarcas. Y, esta nostalgia por el pasado ha sido especialmente potenciada por grupos ecológicos que han terminado por oponerse a toda forma de avances biotecnológicos. La izquierda ha tenido muchos fracasos políticos, y ha estado en la necesidad de reinventarse. Y, una de las formas de reinventarse es vistiéndose de verde. Así, de repente, a la izquierda le dejó de preocupar los sindicatos y la explotación laboral, y dirigió su atención a causas más pijas. La obsesión con la preservación de lo natural ha sido la más reciente. Para ello, la izquierda ha abandonado a sus figuras clásicas (Marx, Lenin, Trotsky, etc.), y más bien se ha conducido por el camino romántico de Rousseau que añora una época en la que todo era natural.
            El libro de Mulet es una potente crítica a muchas de las ideas disparatadas que proceden de los grupos ecologistas que, para bailar al son de la moda, recomiendan todo ‘al natural’, especialmente en la alimentación. Mulet recuerda que, desde el Neolítico, el grueso de la alimentación humana no ha sido natural. Los pioneros de la agricultura, mediante la selección artificial, crearon variedades que por sí solas jamás hubiesen aparecido en la naturaleza. Y, si bien hubo un larguísimo período paleolítico durante el cual los seres humanos se alimentaban de raíces y otras fuentes de comida no cultivada, probablemente había un déficit nutricional que la agricultura solventó (a pesar de que los competentes antropólogos Jared Diamond y Marshall Sahlins opinan que los recolectores tienen mejores niveles nutricionales que los agricultores).
            Mulet dedica atención a varios productos y técnicas naturistas que han sido abordados en otros libros de la colección ¡Vaya timo! Pero, su principal y novedoso aporte está en la defensa de los transgénicos en el capítulo 2, a mi juicio la porción más importante del libro. Y, sospecho, esta parte del libro ha sido la más discutida, pues los transgénicos siempre invitan a la controversia.
            La defensa que Mulet hace de los transgénicos es sumamente eficaz. Empieza por señalar sus obvias ventajas. Los transgénicos hacen mucho más eficientes los cultivos, lo cual permite alimentar a más gente, y destruir menos el medio ambiente. También los transgénicos permiten ahorrar el largo tiempo que, antaño, la selección artificial tradicional exigía para producir nuevas variedades. Y, puesto que los genes a ser traspasados se aíslan previamente, hay mayor certeza respecto a qué se está diseñando.
            Pero, por supuesto, hay toda una campaña mediática en contra de los transgénicos, y Mulet oportunamente la desmonta. Se ataca a los transgénicos por alterar el orden natural de las cosas, pero Mulet recuerda que llevamos más de diez mil años alimentándonos con productos no naturales. Se dice que los transgénicos son nocivos a la salud, pero no ha habido el menor indicio de que efectivamente así sea. Tampoco es viable sostener que los transgénicos destruyen el medio ambiente, pues más bien es al contrario: la eficiencia en el cultivo hace innecesaria mayor deforestación.
Y, nunca pueden faltar los alegatos económicos: las compañías que producen transgénicos explotan a los campesinos, a quienes obligan a comprar sus semillas. Se ha alegado que la ola de suicidios masivos de campesinos en la India se debe a las deudas contraídas con las compañías de transgénicos. Mulet desmonta esta mentira, y recuerda que esos suicidios se deben a las expropiaciones de tierras por parte del Estado indio. Yo añado lo siguiente: si bien las compañías de transgénicos pueden generar ganancias exorbitantes, nadie sale explotado. Sólo si se opera bajo la ideología obtusa de que, en palabras del filósofo Montaigne, la ganancia de un hombre es la pérdida de otro, entonces las compañías de transgénicos serán vistas como los grandes ogros. Pero, es prudente ver acá una simbiosis: el campesino que usa las semillas transgénicas no pierde; antes bien, la eficiencia de sus cultivos gracias a la biotecnología, potencia sus ganancias, y a la larga, abarata los costos de todos. Al final, como alguna vez escribió el poeta Rudiyard Kipling, los transgénicos podrían “llenar la boca del hambre, y hacer que cesa la enfermedad”.
No hay motivos firmes ecológicos, médicos y ni siquiera económicos para oponerse a los transgénicos. Tampoco el argumento moral de que los transgénicos violan las leyes naturales convence. Pero, sí queda un asunto moral que Mulet sólo menciona de pasada: ¿debe el público estar informado? Greenpeace y otros grupos verdosos sabe que no hay argumentos de peso contra los transgénicos, pero apela al sentido moral común: no mentir, y dejar que la gente decida. Y, así, se exige que los productos transgénicos lleven su etiqueta haciendo saber al consumidor que, en efecto, se dispone a comprar un transgénico.
En principio, esta solicitud no me parece disparatada. Pero, Mulet sostiene que, si se etiquetan los productos, el consumidor ya estaría condicionado a no comprarlos, pues esa etiqueta inspira temor, debido a la manipulación mediática. Por ello, Mulet defiende que no haya obligación de etiquetar. Yo discrepo. La falta moral no es sólo la mentira, sino también la omisión. Y así, me parece, el consumidor tiene derecho a ser informado sobre aquello que consume.
Los defensores de los transgénicos sostienen que, en ese caso, la competencia sería injusta. Pues, muchos productos son más riesgosos que los propios transgénicos, y con todo, no se les exige etiquetar sus productos. Me parce que la solución más salomónica sería exigir que todos los productos sean etiquetados. Los productos naturales corren el enorme riesgo de transmitir la bacteria E. Coli. Pues bien, es urgente que se vendan con etiquetas que adviertan al respecto. En todo hay riesgo, por supuesto, y quizás, todas estas advertencias etiquetadas terminen por hacer consumir masivamente calcomanías, lo cual en sí mismo se podría convertir en un nuevo problema ecológico.
Pero, la solución por la cual optemos, debe ser consistente. Si etiquetamos a los transgénicos, también debemos etiquetar a los productos naturales con una consigna que diga “¡Peligro, riesgo de E. Coli!”. Si esto suena muy alarmista y decidimos no adoptar esa opción, entonces dejemos en paz a los transgénicos de una vez por todas.

jueves, 8 de marzo de 2012

El nacionalismo ¡vaya timo!

AUGUSTO, Roberto. El nacionalismo ¡vaya timo! Pamplona: Laetoli. 2011.

Seguramente por presiones selectivas de nuestros ancestros en la sabana africana, nuestros cerebros tienen la tendencia a clasificar continuamente los elementos del mundo. Y, esto no es excepción cuando clasificamos al resto de los seres humanos. Solemos dividir a la humanidad en función de distintos criterios: sexo, raza, grupo étnico, religión, nacionalidad, etc.

Algunas de estas clasificaciones son bastante firmes. Por ejemplo, hay una diferencia objetiva entre hombres y mujeres. Si bien muchos de los roles sociales cumplidos por hombres y mujeres son meras construcciones sociales, no deja de ser cierto que existe una distinción biológica objetiva entre hombres y mujeres. Algunas feministas han llegado al absurdo de postular que esa distinción no existe en la realidad, sino que es una construcción social de la ciencia machista, pero no creo necesario detenerme acá para refutar una opinión tan ridícula como ésa.

Por otra parte, no deja de ser cierto que muchas de las distinciones entre los seres humanos son sumamente arbitrarias y, por ende, no existen en la realidad, sino que son meras construcciones sociales. El sexo sí existe objetivamente, pero no así las razas. No hay un criterio firme que permita dividir a la humanidad en ‘negroides’ y ‘mongoloides’. Igualmente, tampoco hay un criterio firme y objetivo que permita dividir nítidamente a la humanidad en distintas naciones.

Con todo, la idea de que la humanidad sí es objetivamente divisible en naciones es la base de una de las ideologías que más muertos ha dejado en los últimos tiempos: el nacionalismo. En este libro, Roberto Augusto se propone combatir muchos de los mitos que la ideología nacionalista ha promovido. La colección “¡Vaya timo”! suele atacar las supercherías procedentes de teorías y disciplinas que pretenden pasar por ciencia natural. El nacionalismo ¡vaya timo! es el primer libro de esta serie, en atacar una superchería procedente de las llamadas ‘ciencias sociales’. Aplaudo esta iniciativa.

Augusto empieza aclarando qué se entiende tradicionalmente por ‘nacionalismo’. A grandes rasgos, el nacionalismo es la idea de que la humanidad puede dividirse nítidamente en distintos colectivos con algunos atributos que le conceden una identidad particular. Tradicionalmente, estos atributos son raciales, religiosos, lingüísticos e históricos, aunque Augusto advierte acertadamente que los casos varían. Así, para el nacionalismo, la nación es una entidad objetiva que ha existido desde épocas pasadas; no es una mera invención. En la mitología nacionalista, Cataluña no fue inventada por los nacionalistas catalanes; antes bien, los nacionalistas catalanes apenas pretenden darle materialización política a una nación que objetivamente ha existido desde épocas pasadas. En este sentido, los nacionalistas no sólo postulan que las naciones existen objetivamente, sino que además, deben coincidir con los Estados.

Augusto acertadamente advierte que la palabra ‘nación’ no siempre es empleada de esa forma, pues muchas veces se hace referencia a ‘nación’, cuando en realidad se tiene en mente al ‘Estado’. Por ejemplo, la Organización de Naciones Unidas utiliza la palabra ‘nación’ como una entidad política (Augusto no lo menciona explícitamente, pero quizás un título mucho más apropiado para esa institución sería ‘Organización de Estados Unidos’). Y, precisamente esta disparidad entre Estado y nación es lo que genera tanta violencia nacionalista: a juicio de los nacionalistas, cada nación debe tener su propio Estado. Según su criterio, hay varias naciones en el mundo que no tienen su Estado, y sus causas deben apoyarse.

Tal como advierte Augusto, el nacionalismo reposa sobre mitos, pero no necesariamente debe conducir a la violencia, ni ser incompatible con la democracia. Augusto considera que, siempre y cuando la nación se entienda más como un aglomerado cívico subjetivo que procede de la voluntad de sus constituyentes, y no como una entidad con existencia objetiva, el nacionalismo puede evitar su carácter maligno.

Quienes crean que las naciones existen objetivamente, querrán mantener su unidad orgánica, para así encontrar su materialización política en el Estado. Por ello, advierte Augusto, siempre buscarán un alto grado de homogeneidad cultural entre sus miembros, lo cual muchas veces consiste en el rechazo de las influencias extranjeras, y la exaltación de los valores nacionales particulares. Esto trae como consecuencia la asimilación forzada a la nación, lo cual a su vez se convierte en semilla de futuras confrontaciones.

Estoy de acuerdo con Augusto en que las asimilaciones forzadas son medidas torpes, pues generan resentimientos que pueden materializarse en violencia. Pero, opino que algunas asimilaciones sí son deseables. Valoro aquellas asimilaciones culturales que no persiguen un fin nacionalista, pero que obedecen al sentido común. Por ejemplo, la prohibición del velo en los liceos públicos franceses es una medida de asimilación al republicanismo laico francés. Si bien personajes desagradables como Jean Mare Le Pen han ofrecido una justificación nacionalista de esta medida, en realidad, poco tiene que ver con el nacionalismo. Se trata más bien del reconocimiento de que la religión debe mantenerse en la esfera privada, y que debe existir una igualdad de género.

Cuando se le pide a un inmigrante marroquí en España que abandone la poligamia y se asimile al derecho civil español, el motivo invocado no necesita ser la grandeza de los Reyes Católicos, el odio a los extranjeros, o cualquier otro mito del nacional catolicismo. El verdadero motivo debe ser que la poligamia es una institución despótica contra la mujer, y que conviene asimilarse a los valores laicos e igualitaristas oriundos de la civilización occidental, pero de alcance universal.

Por ello, opino que la asimilación por puro afán nacionalista es dañina, pero no toda asimilación cultural es objetable. Exigir asimilación cultural en la música, la gastronomía o la danza, es objetable (pues, se hace con un claro fin nacionalista). Pero, exigir asimilación cultural en el cumplimiento de las leyes, o en el abandono de prácticas contrarias a la ciencia, es perfectamente defendible. De hecho, el proyecto de la Ilustración pretendía eso: universalizar los valores modernos, aun en detrimento de muchas particularidades culturales. Creo, en todo caso, que respecto a este tema, Augusto está bastante en sintonía conmigo, cuando escribe: “…No todas las culturas merecen ser salvadas o protegidas… la práctica de la esclavitud puede ser un rasgo cultural que aumente la pluralidad de las sociedades humanas” (p. 54).

Augusto evalúa los orígenes de dos vertientes del nacionalismo moderno. Fichte, en sus Discursos a la nación alemana, sentó las bases del nacionalismo que entiende a la nación como una entidad objetiva. Augusto documenta extensamente la irracionalidad de los alegatos de Fichte, para quien los alemanes eran distintos al resto de los pueblos por haber conservado íntegramente su lengua, y ésta es el fundamento de vitalidad de una nación. Para Ficthe, la nación es una entidad objetiva, y en ese sentido, no existe por común acuerdo de sus ciudadanos. Antes bien, quien nace en una nación, debe quedarse en ella: independientemente de la voluntad de sus miembros, la nación seguirá existiendo. Y, para mantener la integridad nacional, deben evitarse las influencias foráneas, al punto de organizarse políticamente en una autarquía.

Por su parte, Renan es típicamente considerado el ideólogo del nacionalismo cívico, aquel que postula que la nación sólo existe como producto de la voluntad de sus miembros. Pero, si bien la concepción nacionalista de Renan no es tan impositiva y xenófoba como la de Fichte, Augusto advierta ciertos peligros en ella. Renan pide que, para mantener unida a la nación, olvidemos divisiones pasadas (Auguto no menciona esto, pero Renan emblemáticamente sostenía, por ejemplo, que para mantener a la nación francesa, era necesario olvidar la masacre del día de San Bartolomé). Esto, opina Augusto, es sencillamente pretender auto-engañarnos continuamente y faltar a la verdad histórica.

Por mi parte, yo añado que es sencillamente ilusorio creer, como pretendía Renan, que la constitución de la nación procede de la voluntad de sus miembros. Hay plenitud de gente que no tiene el pasaporte que desearía tener, y que tiene el pasaporte que no desearía tener (me incluyo en ese lote). El nacionalismo hace que un hecho accidental, como el lugar de nacimiento, dicte qué himno debemos cantar, a cuál equipo de fútbol aupar, cuál héroe de la historia respetar, cuál comida preferir, etc. Quien no lo haga, es visto como un traidor, aún en los nacionalismos más democráticos. Nada de esto viene de la voluntad de los nacionales. Me temo que el nacionalismo siempre tiene un elemento coercitivo.

El asunto lingüístico es, por supuesto, fundamental en cualquier discusión sobre el nacionalismo. Augusto opina que la diversidad lingüística es siempre bienvenida, y advierte en contra de la ideología nacionalista que pretende imponer la homogeneidad lingüística, bajo la excusa de que es necesario preservar la integridad de la identidad nacional, frente a las influencias foráneas corruptoras. Por ello, para el caso de Cataluña, Augusto recomienda el bilingüismo integrado como política de Estado. Bajo esta política, el nacionalismo español no podrá imponer exclusivamente el castellano en Cataluña; pero tampoco podrá hacerlo el nacionalismo catalán. La solución de integrar dos lenguas en la vida pública es salomónica.

Sobre este asunto, tengo alguna discrepancia. En primer lugar, nunca me ha convencido el argumento de que la diversidad lingüística es siempre bienvenida. Opino que el lenguaje es una herramienta de intercambio, lo mismo que el dinero. Y, en ese sentido, conviene asumir las herramientas que cumplan su labor más eficientemente. Para que el dinero cumpla su labor eficientemente, debe circular un solo tipo de moneda. Creo que difícilmente Augusto deseará que la peseta coexista en el mercado a la par del euro. Tampoco creo que Augusto deseará que haya medidas en pulgadas y centímetros; obviamente, conviene mucho más que se asuma universalmente el sistema métrico.

Pues bien, ¿por qué, entonces, debe defenderse a toda costa el pluralismo lingüístico? Podemos apelar, como hace Augusto, al patrimonio cultural que representan las lenguas. Yo estoy de acuerdo en que estamos en la obligación de preservar ese patrimonio cultural. Pero, para ello, no es necesario asumir una política de Estado que coloque todos los avisos públicos o exija un canal de televisión en la lengua que se pretende rescatar. Para conservar esa lengua como patrimonio cultural, es suficiente encomendarla a los lingüistas. La peseta es también un patrimonio cultural. Para preservar su patrimonio, podemos encomendarla a los coleccionistas y museos. No es necesario reintroducir la peseta en el mercado, para preservarla como patrimonio cultural.

De hecho, en el siglo XVII, hubo plenitud de filósofos (liderados por Leibniz) que pretendieron construir una lengua universal, precisamente para poner fin a la diversidad lingüística que, a su juicio, entorpecía las comunicaciones entre los hombres. No puedo esconder mis simpatías por estos filósofos. Opino junto a Gregorio Salvador, que en asuntos lingüísticos, conviene aplicar una dosis de sentido común y liberalismo. Las lenguas cumplen una función comunicacional. Cuando resultan obsoletas y la gente opta por no hablarlas más, el Estado no debe intervenir. Las políticas de proteccionismo lingüístico terminan por ser perniciosas, pues muchas veces imponen lenguas que la gente sencillamente no quiere hablar, todo con un afán nacionalista.

Por supuesto, el catalán es una lengua muy viva, con once millones de hablantes, y está muy lejos de ser obsoleta. En ese sentido, puesto que cumple una función importante, me parece perfectamente razonable que el gobierno autonómico de Cataluña dirija recursos a la educación en catalán, avisos públicos, etc.

Pero, en América Latina (desde donde escribo), se da una situación distinta. Hay muchas lenguas indígenas que cuentan con apenas un puñado de hablantes. Los gobiernos latinoamericanos, obsesionados con la integridad del Volksgeist de los pueblos indígenas, inyectan recursos financieros al rescate de estas lenguas y, hasta cierto punto, fuerzan a los miembros de esos grupos indígenas a hablar la lengua de sus ancestros, cuando en realidad, ellos preferirían aprender inglés, mandarín u otra lengua que les sería muchísimo más provechosa para insertarse en el mercado internacional. En muchas escuelas de América Latina, a los niños de grupos indígenas que tienen el castellano como primera lengua, se les imparte como segunda lengua el idioma de sus ancestros, en vez de enseñárseles inglés o mandarín. Con el afán de mantener íntegra la cultura de sus ancestros, a muchos indígenas de América Latina se les despoja la posibilidad de integrarse a la vida moderna satisfactoriamente.

Para el caso de Cataluña, mi opinión es que, si las presiones globalizadoras del mercado hicieran que el idioma catalán cayese en desuso (o se acercase mucho más al castellano, lo cual sería bastante plausible), las autoridades catalanas no deberían interferir en eso. El mercado, en vez del nacionalismo, debe regir a las lenguas. Si una lengua deja de cumplir una función comunicativa (y, vale repetir, el catalán está muy lejos de eso), conviene dejarla morir. Pretender lo contrario mediante proteccionismos lingüísticos termina convirtiéndose en un ejercicio de coerción estatal nacionalista.

Augusto tenuemente asoma la propuesta de que, en virtud de la preponderancia del castellano por encima del catalán (en medios de comunicación, flujo de inmigrantes, etc.), se acuda a una ‘discriminación positiva’ que proteja al catalán, y evite su declive. De nuevo, invoco el liberalismo para oponerme a esta propuesta de Augusto: si el mercado dicta que el catalán entre en declive, que así sea. Acudir a proteccionismos lingüísticos para mantener vivas algunas lenguas que cada vez menos gente quiere hablar, es contrario al espíritu liberal que defiendo. En todo caso, creo que asuntos como éstos deberían someterse a consulta pública, y que sean los mismos votantes de Cataluña quienes decidan qué hacer. En esto, sí coincido con Augusto.

Augusto también considera otro aspecto controvertido del nacionalismo: el derecho a la secesión unilateral fundamentada en la autodeterminación. Augusto opina que los Estados deben ser más rígidos con este derecho, y sólo debe ejercerse en extremas urgencias. Pues, una proliferación de secesionismos debilitaría a los Estados actuales, y la amenaza de secesión podría usarse como chantaje. Por ello, en opinión de Augusto, en las decisiones respecto a la secesión, deben participar tanto el Estado original, como la región separatista.

Entiendo las razones argumentadas por Augusto, pero no puedo aceptar su argumento. Mi opinión es que, si realmente nos atenemos a la democracia, el derecho de autodeterminación es siempre superior a las consecuencias negativas que la secesión pueda traer. La decisión de formar parte o no de un Estado, opino, es competencia exclusivamente a los separatistas. No creo justo que todos los norteamericanos decidan el estatuto de Puerto Rico. Tampoco que todos los canadienses decidan el estatuto de Quebec, o todos los españoles el de Cataluña. Fernando VII perfectamente pudo haber argumentado como Augusto, y pudo haber dicho a los independistas hispanoamericanos que la secesión de esos nuevos países debía ser consultada al pueblo español peninsular. Pero, me parece bastante claro que el pueblo español peninsular no tenía derecho a opinar si Venezuela se independizaba o no.

Además, no me parece objetable que algunos Estados gigantes, al respetar el derecho de autodeterminación, se fragmenten. Quizás convenga a la estabilidad geopolítica que el Tíbet se separe de China, Chechenia de Rusia, Hawaii de EE.UU. o el Jalistán de la India. Creo sensato admitir que las fronteras de los Estados no están justamente dibujadas hoy. Hay plenitud de pueblos que luchan por su autodeterminación, y creo que ese derecho debe respetarse. Si yo fuese norteamericano, vería más ventajas en la anexión como estado 51 de la unión americana, pero no puedo pretender pasar por encima de lo que el resto de los puertorriqueños decida.

Augusto admite que, si un territorio fue anexado por conquista, entonces en ese caso sí hay justificación para la secesión unilateral. Pero, creo que este argumento no nos lleva muy lejos. Pues, virtualmente, todos los territorios estatales han sido anexados por alguna forma de conquista. Ningún Estado ha aumentado sus dimensiones sin una coerción militar. A lo sumo, podemos establecer un límite en el tiempo: por ejemplo, asumir que, si hace doscientos años, un territorio ya era parte de un Estado, entonces ya no hay oportunidad para la secesión. Pero, aún en ese caso, sigue siendo arbitrario estipular el tiempo histórico a partir del cual admitir la integridad de los Estados.

En todo caso, añado que quizás el argumento más contundente en contra de la secesión proceda del filósofo Allen Buchanan. Este autor es mucho más amplio que Augusto en su aceptación del derecho de autodeterminación, pero postula que hay derechos superiores a la autodeterminación, como por ejemplo, el derecho a no ser esclavizado. Por ello, opina Buchanan, los Estados Confederados del Sur sí tenían el derecho a separarse de EE.UU., pero el hecho de que eran esclavistas, justificaba que el Norte resistiera esa secesión.

Augusto continúa su análisis señalando la cercanía entre la mentalidad religiosa y la mentalidad nacionalista, en vista de que ambas asumen ciertos dogmas. También pronostica que la globalización probablemente restará fuerza al nacionalismo, pero en algunos escenarios, más bien lo intensificará, como resultado de una reacción frente a la ola globalizadora.

Igualmente, Augusto se detiene a criticar sustancialmente el nacionalismo español del filósofo Gustavo Bueno. Éste repite muchos de los argumentos de Fichte, pero los aplica al nacionalismo español: el español es la lengua más filosófica de todas, el Imperio español tuvo un pasado glorioso, España ha existido como nación desde tiempo inmemorial, etc.

Augusto empieza por rechazar de Bueno la idea de que haya lenguas superiores o inferiores. En esto, discrepo ligeramente de Augusto. Estoy de acuerdo en que básicamente todas las lenguas naturales son traducibles entre sí, y en función de eso, todas tienen la misma capacidad para la filosofía (y así, contrario a Bueno, el español no es superior). Pero, las lenguas naturales tienen plenitud de imperfecciones. Y, precisamente por eso, desde hace siglos ha habido el proyecto filosófico de construir una lengua matemática artificial que represente el mundo tal como es, y no permita confusiones. Llull, Leibniz, Frege, Russell y Wittgenstein, entre otros, tuvieron esta aspiración. Si se lograse formular ese lenguaje, entonces tendríamos que admitir que unas lenguas sí son superiores a otras.

Bueno también defiende la idea de que el imperio español ha sido el más benefactor de todos, y Augusto lo critica por ello, sugiriendo que no es posible hacer una distinción entre imperios buenos e imperios malos. De nuevo, discrepo. Yo sí opino, junto a John Stuart Mill, que hay un imperialismo benigno, a saber, aquel que se ha encargado de universalizar las grandes instituciones procedentes de Europa. Estoy de acuerdo con Augusto en que el imperio español estuvo muy lejos de ser ese imperio, pero debemos admitir que hay imperios mejores que otros. El imperio inglés ha hecho muchos más aportes positivos a la humanidad que el imperio azteca.

En todo caso, Augusto muy eficientemente enfrenta muchos de los mitos del nacionalismo español, como por ejemplo, que en las comunidades autónomas se adoctrina un odio contra España, que el centralismo es la mejor forma de organización estatal, etc. Augusto denuncia también que los nacionalistas españoles se oponen a la promoción de lenguas no castellanas, bajo la excusa de “¿para qué invertir recursos en otros idiomas cooficiales, cuando todos nos entendemos en la lengua común, es decir, el español?” (p. 116).

En este punto, simpatizo con los nacionalistas españoles. Como he dicho más arriba, opino que la lengua es fundamentalmente un instrumento de comunicación. Es mucho más eficiente dirigir recursos a la enseñanza y promoción de lenguas más útiles, como el inglés o el mandarín, que a la enseñanza de lenguas como el euskera, cuya utilidad es casi nula, salvo por motivos nacionalistas. En esta época de globalización, un niño en Bilbao se beneficiará mucho más aprendiendo mandarín que aprendiendo vasco. El mandarín le permitirá hablar con 1300 millones de personas, hacer negocios, leer libros científicos y técnicos, etc. El vasco le permitirá, a lo sumo, comunicarse con un puñado pastores que sólo hablan euskera. Me parece que una teoría racional de la decisión dictaría que es más conveniente que el Estado español reste recursos a la promoción de lenguas regionales españolas, y más bien busque promocionar las grandes lenguas del mundo.

En definitiva, el libro de Augusto es una muy bienvenida crítica a una de las ideologías más destructivas de la modernidad, escrito en un estilo claro y ameno. Como Augusto, yo opino que el nacionalismo es un timo. Pero, a diferencia de Augusto, yo sí estoy dispuesto a defender el derecho de secesión por vía de la autodeterminación. Hay, quizás, una omisión importante en este libro. Así como Augusto se ha dedicado a refutar los disparates de Gustavo Bueno, habría sido también oportuno refutar el delirante nacionalismo vasco de Sabino Arana, otro de los demagogos que peligrosamente repitieron muchas de las ideas de Fichte aplicadas a su región.

domingo, 2 de octubre de 2011

Las brujas ¡vaya timo!



BEAR, Manuel. Las brujas ¡vaya timo! Pamplona: Laetoli. 2010.

El evangelio de Lucas recoge una parábola de Jesús, según la cual, un fariseo pecaba de vanidad al dar gracias a Dios por ser virtuoso y distinto a los pecadores. Pues bien, después de haber leído Las brujas ¡vaya timo!, de Manuel Bear, me veo tentado a cometer el mismo pecado del fariseo. Doy gracias a Dios (metafóricamente, pues dudo de que Dios exista) de vivir en el siglo XXI entre gente más o menos racional, y no en el siglo XV, entre cazadores de brujas.

El libro de Bear, una amena y erudita historia de las cacerías de brujas, es escandalosamente deprimente, y el único aliento que me deja es saber cuán afortunado soy de vivir en la época actual, a pesar de que, como el mismo Bear advierte, quedan muchos retazos de mentalidad brujeril en nuestro tiempo. Tras concluir la lectura de este libro, surgen en mi mente dos preguntas: ¿cómo la especie humana ha podido ser tan brutalmente ignorante?, y ¿cómo podemos garantizar que el triste episodio de las cacerías de brujas nunca vuelva a repetirse?

Bear hace un recorrido por el modo en que la mentalidad europea se formó la imagen de la bruja. Muchas culturas han tenido alguna noción respecto a la magia, a saber, la supuesta habilidad para transformar y manipular la naturaleza mediante conjuros y otras prácticas procedentes de observaciones erróneas. Pero, Bear destaca que la fuente primordial del mito de las brujas en Occidente lo encontramos entre los romanos. La lechuza blanca, ese inofensivo animal nocturno, con todo hace un ruido que hacía temblar. Pues bien, los romanos inventaron la idea de que la lechuza devora niños en las noches, y eventualmente, antropomorfizaron a esta criatura. De ahí, surgió la striga, a saber, la bruja.

Siempre hubo preocupación frente a la posibilidad de que estos personajes hicieran maleficios. Pero, a juicio de Bear, esta preocupación, que ya existía en la Antigüedad, se potenció especialmente con el cristianismo, pues se incorporó un elemento desconocido en la concepción antigua de la brujería: el pacto con el Diablo. Satanás, un oscuro y marginal personaje incluso en la Biblia, empezó a cobrar muchísima prominencia durante la Edad Media, y resultó inevitable que se inventase una asociación entre las brujas y el demonio.

El Diablo en sí mismo es un personaje compuesto de elementos bestiales de la mitología clásica (en particular, los faunos), y pronto, su naturaleza cornuda, bestial y sexualizada se incorporó al morbo de la imaginación sobre las brujas. Así, no tardó en aparecer el mito de la mujer que vuela en escoba para asistir a una gran reunión de brujas (el sabbat o aquelarre), adoran y copulan con el demonio, cometen toda suerte de actos abominables, raptan niños para comérselos y preparan maleficios para perjudicar a sus enemigos.

En pleno siglo XXI, nadie aceptará, por supuesto, que las brujas volaban sobre escobas. Pero, ¿acaso existe la posibilidad de que el resto de los actos abominables no sobrenaturales atribuidos a ellas hayan ocurrido? Bear admite que, quizás, algunas mujeres sí pudieron haberse creído brujas, y pudieron haber intentado hacer algún maleficio. Pero, las descripciones sobre las actividades brujeriles son tan descabelladas (se alegaba, por ejemplo, que a los sabbats asistían miles de mujeres), que levantan demasiada sospecha como para tomárselo en serio. De hecho, agrego yo, el consenso entre los historiadores es que los sabbats, el canibalismo de niños y los actos de bestialidad jamás existieron como ritos organizados (nunca se podrá descartar algún incidente aislado, por supuesto), excepto en la imaginación de los cazadores de brujas.

Ahora bien, advierte Bear, la época más negra de la cacería de brujas no fue, contraria a la creencia popular, durante la Edad Media. Durante el Medioevo, hubo, por supuesto, cacerías de brujas. Pero, reinaba una actitud de escepticismo, la cual se manifestaba en el Canon Episcopi, un documento que exhortaba a los cristianos a no creer en la existencia de las brujas. Hubo juicios contra brujas, pero no eran muy numerosos, y tampoco estaban sistematizados. Las acusaciones en contra de las brujas procedían de los supuestos afectados, y se determinaba la culpabilidad o inocencia mediante el “juicio de Dios” y la ordalía: la persona acusada de ser bruja metería sus manos en el fuego, y si su herida sanaba pronto, era inocente; si tardaba en sanar, era culpable.

El advenimiento de la Edad Moderna pretendió racionalizar un poco esta forma tan arbitraria de administrar justicia, pero esto no hizo más que empeorar el asunto. A partir de entonces, las acusaciones ya no provendrían exclusivamente de las partes afectadas, sino que se abría espacio para el procedimiento inquisitorial: un juez podría abrir una averiguación por cuenta propia. Así, el número de personas acusadas de ser brujas aumentó significativamente. Asimismo, se dejó de lado el juicio de Dios y la ordalía, y se procuró emplear otros medios probatorios. Puesto que la brujería no cuenta con ninguna evidencia a su favor, los jueces sólo contaban con la confesión de las personas acusadas. Esta confesión se lograba mediante torturas y preguntas conducidas. Al final, calcula Bear, se ejecutaron 60.000 personas, una cifra muy alejada de los 9 millones que alguna vez alegaron algunos historiadores, pero con todo, sumamente escandalosa.

¿Por qué se desató esta locura en Europa? Bear no ofrece una respuesta clara y contundente, pero vale destacar que ningún historiador ha logrado hacerlo. Existe la teoría de que las mujeres acusadas de brujas, en tanto eran parteras, fueron atacadas porque se creía que ellas propiciaban abortos, y la cacería de brujas fue un intento por sobreponer los controles de natalidad. Bear no da mucho crédito a esta teoría, pero admite que no es descabellada. No obstante, Bear cree más probable que la cacería de brujas se debió más bien a un intenso clima de inestabilidad social en Europa, como consecuencia de las guerras de religión derivadas de la reforma protestante.

Bear destaca los elementos sociológicos que caracterizan a las cacerías de brujas: alguna crisis política; algún temor exagerado; el señalamiento de un sector marginado en la población; la ausencia de una mentalidad científica y racionalista, especialmente anclada en la vida rural; la falta de separación entre la Iglesia y el Estado. Bear considera que el fin de las guerras de religión propició en buena medida el fin de la gran ola de cacerías de brujas, a pesar de que no quedaron erradicadas por completo. El fin de las guerras de religión coincidió con el advenimiento de una mentalidad científica, y Bear opina que esto desempeñó una labor importante en la erradicación de la cacería de brujas.

Como bien señala Bear, el triunfo de la Ilustración en el siglo XVIII pudo haber hecho pronosticar que la creencia en brujas finalmente desaparecería. Pero, no fue así. Los románticos vieron en la bruja, no ya un a un ser despreciable que realiza maleficios y perjudica a los demás, sino a un espíritu libre que busca armonía con la naturaleza. Así, a partir de mediados del siglo XIX, la creencia en las brujas dio un giro insólito: no se negaba que las brujas existieran, pero ahora, se estimaba que la brujería era un sano culto a la fertilidad. También fue durante el siglo XIX cuando empezó la fascinación europea por lo ‘oculto’, un sinfín de doctrinas ininteligibles que, supuestamente, mantenían una continuidad con la hechicería de épocas pasadas.

Si bien estas ideas pululaban en el siglo XIX, fue en el siglo XX cuando la antropóloga Margaret Murray le dio su mayor impulso. Murray adelantó las disparatadas teorías, según las cuales, las brujas de épocas pasadas en realidad constituían un organizado y clandestino culto a la fertilidad que procedía de los tiempos Paleolíticos. Los sabbats y la adoración a una figura con cuernos no eran meras fantasías de los jueces e inquisidores: sí existieron, pero los cazadores de brujas los confundieron con un pacto diabólico. En realidad, rendían culto a Cernunnos, un dios cornudo de la mitología celta.

Bear acertadamente advierte que, más allá de alguna evidencia espuria que reposa sobre confusiones lingüísticas, no hay datos que respalden la versión de Murray. Pero, eso no evitó que, eventualmente, surgiera un movimiento que pretende reivindicar a las brujas con base en las teorías de Murray. Ese movimiento, persiste hasta el día de hoy bajo el nombre de la religión ‘Wicca’.

Es inevitable que el pueblo llano sucumba frente a las supersticiones y la creencia en brujería. Pero, es lamentable que una teoría como la de Murray, encontrara respaldo académico. Y, así como en el siglo XV, eminentes catedráticos de teología alimentaban la creencia en brujas, a partir del siglo XX, varios profesores de antropología alimentan la creencia en la brujería: esta vez, no para perseguirlas, si no para alabarlas.

Bear reseña los fraudulentos trabajos de Carlos Castañeda, un antropólogo que supuestamente tuvo una iniciación brujeril con un tal don Juan, un inidio yaqui. Bear advierte que estos trabajos son fraudulentos a todas luces, pero lamentablemente, Castañeda sigue siendo influyente en varios departamentos de antropología de las universidades americanas y europeas.

Por mi parte, agrego que la lamentable tendencia a seguir creyendo en brujas ha invadido incluso los departamentos de filosofía analítica (¡la misma escuela filosófica de la cual partió el positivismo lógico paladín de la ciencia!). El filósofo Peter Winch (seguidor de Wittgenstein, uno de los primeros paladines de la filosofía analítica) defendió a ultranza la postura de que nosotros los occidentales no debemos considerar irracionales las creencias de los pueblos africanos respecto a la brujería, pues cada creencia debe ser comprendida en su contexto. Esta doctrina, conocida como ‘relativismo cultural’, eventualmente ha terminado por admitir como ‘racional’ la creencia en brujas.

En definitiva, el libro de Bear es sumamente erudito (como no puede ser de otra manera al tratar el tema de las brujas) y ameno (como no puede ser de otra manera la estar inscrito en la colección “¡Vaya timo!”). Sólo levanto una leve objeción que va dirigida, no propiamente al contenido del libro, sino a una omisión.

Después de hacer un recorrido por la época más oscura de la persecución de brujas en Europa, Bear reseña cómo en los siglos XIX, XX y XXI, la creencia en la brujería se mantiene muy viva, pero con el giro insólito que he mencionado más arriba: se sigue creyendo en las brujas y sus hechizos, pero ahora son vistas positivamente, y ya no hay la obsesión por perseguirlas.

No obstante, Bear debió haber reseñado otro giro que la creencia en las brujas ha tenido en las últimas décadas. En muchas esferas de la sociedad, el materialismo filosófico ha triunfado, y ya la gente no cree en hechizos. Pero, con todo, en ese mundo materialista, persiste un rasgo típico de la mentalidad de los cazadores de brujas. Mucha gente ya no cree que unas palabras puedan elaborar un conjuro que tenga influencia sobre el funcionamiento del mundo, pero esta misma gente sí cree que existe una gran conspiración mundial para perjudicar a los demás, no propiamente mediante hechizos, pero sí mediante crímenes graves. Y, en este sentido, así como hoy los Wicca pretenden reivindicar a las supuestas brujas del pasado repitiendo los supuestos rituales, hoy hay también personas que pretenden reivindicar a los inquisidores del pasado, alimentando la misma paranoia y las mismas técnicas de tortura.

La persecución que el senador norteamericano Joseph McCarthy hizo a los supuestos comunistas de EE.UU. a mediados de los años 50 del siglo XX, revela que la creencia en brujas sigue muy viva entre nosotros. McCarthy no creía en mujeres volando sobre escobas o en hechizos con palabras, pero sí tenía la misma tendencia paranoica y obsesiva de los cazadores de brujas del siglo XVII. Por supuesto, McCarthy, lo mismo que Stalin, fueron perseguidores en una época secular, y sus manías obedecían más a motivos políticos que las obsesiones típicamente religiosas de los tradicionales cazadores de brujas. Cuando llamamos a McCarthy y a Stalin ‘cazadores de brujas’, lo hacemos no sin cierto recurso a la metáfora, pues estos personajes del siglo XX no recapitulan exactamente los mismos temas brujeriles del siglo XVII.

Pero, en la década de los 80 del siglo XX, hubo en EE.UU. una histeria colectiva que, si bien no apelaba a conceptos llanamente fantasiosos (hechizos y vuelos sobre escobas), sí incorporaba (de forma mucho más literal que en los casos de McCarthy y Stalin) los elementos típicos de la tradicional caza de brujas en el siglo XVII. Se empezó a alegar que existía una inmensa red clandestina de satanistas que operaban en las guarderías y centros preescolares, y que sometían a los niños a toda clase de abusos (violación, canibalismo, bestialidad, etc.), para ejecutar ritos satánicos en unos túneles construidos en las escuelas en cuestión. Aunado a eso, se divulgó el temor de que los músicos de rock estaban implicados en este asunto, pues alentaban a la juventud con mensajes satánicos en sus canciones.

Como en la época más oscura de la persecución de brujas, la mayor parte de las acusaciones procedían de los mismos niños, pues éstos narraban con mórbido detalle cómo eran sometidos a prácticas abominables. Tras años de investigación detectivesca, se pudo conocer que todo aquello fue una farsa. Los niños eran inducidos a mentir por los trabajadores sociales mediante sus preguntas; y algunos acusados ofrecieron falsas confesiones mediante torturas psicológicas. Al final, jamás se encontró una sola prueba forense o material (nunca aparecieron los supuestos túneles) que indicara la existencia de sectas satánicas. Esto debería ser una clara advertencia de que la mentalidad materialista hija de la Ilustración no es plena garantía de que hayamos sobrepuesto de una vez por todas las fantasías brujeriles. Bear acertadamente advierte que el malestar en una sociedad (y, ¡vaya que en estos momentos de crisis financiera vivimos ese malestar!) facilita la persecución de brujas. Así pues, debemos estar atentos, no a brujas que vuelan por los cielos, o a satanistas que raptan niños; sino a gente influyente que fácilmente puede desatar una histeria colectiva con alegatos sensacionalistas.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Los ovnis ¡vaya timo!



CAMPO, Ricardo. Los ovnis ¡vaya timo! Pamplona: Laetoli. 2006. 136 pp.

Tuve un profesor que fue sacerdote católico, pero colgó los hábitos y se volvió ateo. Parece que nunca quedó plenamente satisfecho con su decisión. A menudo me comentaba que, si bien se sentía más intelectualmente realizado con su ateísmo, también lo invadió un sentimiento de soledad. Y, esa soledad no era propiamente debida a falta de amigos y familiares, sino una soledad más profunda: la idea de que ningún dios o ser sobrenatural nos está acompañando.

Me parece que es muy fácil sentirse sobrecogido por la soledad de la cual me hablaba mi profesor. Basta salir en la noche y contemplar un cielo estrellado para mortificarse (al menos, es mi caso) con la idea de un universo vasto, pero apenas con nosotros, los humanos, como seres conscientes.

Sospecho que este sentimiento de soledad fue uno de los motivos por el cual los hombres en el pasado inventaron a los dioses. Y, sospecho que es exactamente el mismo motivo por el cual los hombres siguen inventando nuevos seres imaginarios para apaliar la soledad que se siente ante la inmensidad del cosmos. Cuando la tecnología humana era muy precaria, se inventaban a seres divinos que forjaban hierro y traían fuego a los hombres. Hoy, en plena era de las telecomunicaciones, se inventan seres de otros planetas que viajan en naves espaciales.

No estoy diciendo nada nuevo cuando opino que la ufología ha venido a convertirse en el desesperado intento por rellenar el vacío religioso que ha traído la secularización a las sociedades modernas. El problema, no obstante, está en que los más emblemáticos representantes de la ufología no están dispuestos a aceptar que sus alegatos tienen la misma talla que los alegatos sobre los dioses del Olimpo. Para ellos, los cuentos sobre ovnis no son meras leyendas pintorescas que forman parte del folklore de la sociedad industrial; antes bien, pretenden hacerlos pasar por hallazgos que cuentan con el respaldo de la ciencia.

Ricardo Campo pasa revista a los principales alegatos de quienes promulgan la existencia de visitas extraterrestres y, como ha de esperarse, expone las debilidades de estos alegatos. Probablemente el más famoso de todos (aunque, Campo no le dedica demasiada atención) es el incidente en Roswell, EE.UU., en 1947. Un globo meteorológico cayó a tierra y el ejército norteamericano rápidamente recogió los restos, una estrategia militar perfectamente comprensible, dadas las tensiones de espionaje durante la incipiente Guerra Fría.

Pero, no faltaron alegatos de que en realidad se trataba de una fallida invasión extraterrestre. Años después, algunos de quienes participaron en este procedimiento militar empezaron a asegurar que habían visto cuerpos de alienígenas entre los restos. Frente a esto, Campos ofrece una explicación perfectamente plausible: seguramente algunos de estos soldados, traumatizados por sus experiencias militares, pudieron haber confundido sus recuerdos de combate, donde seguramente vieron cuerpos. Décadas después, un infame productor de televisión británico divulgó una película en la cual supuestamente se hacía una autopsia a un alienígena en Roswell, pero se descubrió que era un montaje.

Fue en la década de los 40 del siglo XX cuando empezó la gran oleada de avistamientos. En 1947 (el mismo año del incidente de Roswell), un testigo vio desde lo alto a una nave desplazarse por el agua como si fuera un platillo (valga destacar acá que el testigo hacía referencia, no a la forma de la nave, sino a su movimiento), pero el periodista que tomó el testimonio, creyó que la palabra ‘platillo’ se refería a la forma de la nave en sí. Desde entonces, ha quedado en la imaginación de los ufólogos que los extraterrestres viajan en platillos voladores. Esto, por supuesto, dice mucho respecto al inmenso poder de los medios de comunicación sobre las creencias colectivas.

Campo reseña cómo esta mitología ha crecido de forma muy creativa. Se ha postulado la hipótesis de que hubo visitas extraterrestres en el pasado, y que fueron alienígenas quienes construyeron las grandes obras arquitectónicas de las civilizaciones antiguas no occidentales. También, ha habido una efervescencia en torno a los supuestos raptos por parte de los alienígenas, especialmente cuando las víctimas están durmiendo. Campo postula que, hay una larga historia de abducciones durante el sueño (por ejemplo, la visita de demonios sexuales y vampiros), lo cual hace plausible pensar que está en juego la misma operativa psicológica que hace que las personas alucinen con estos encuentros.

De hecho, la evidencia invocada a favor de los ovnis es estrictamente testimonial. Y, como se sabe, y bien recuerda Campo, el testimonio no es prueba suficiente. Ha habido testimonios sobre brujas volando por los cielos, visitas diabólicas, etc. Por supuesto, nada de esto lo tomamos en serio. Pues bien, tampoco deberíamos tomar en serio los alegatos sobre los ovnis, si apenas cuentan a su favor con los testimonios de algunas personas. Y, Campo ofrece buenas razones para no confiar demasiado en estos relatos: la percepción humana es frágil al condicionamiento previo, amén de que la masiva industria ufológica ha propiciado más avistamientos que, en muchos casos, desembocan en suculentos negocios.

No faltan, por supuesto, alegatos de que existe una masiva conspiración política y militar para callar a quienes han visto ovnis. Y, para hacerlo más pintoresco, se invocan las supuestas visitas de los hombres vestidos en traje negro, a partir de lo cual, se hizo una película con Will Smith, la cual pudo haber sido una interesante ridiculización de este fenómeno, pero terminó siendo más un típico producto hollywoodense, que en muchos casos, en vez de parodiar, propició que aún más gente afirmara sus creencias sobre las conspiraciones ufológicas.

El libro de Campo está muy bien documentado, pues además, dedica detallada atención a los alegatos hispanos sobre avistamientos de ovnis (como ha de esperarse, este fenómeno procede fundamentalmente de EE.UU., pero eso no ha impedido su extensión al mundo hispano). Y, tiene, además un añadido personal: Campo confiesa haber sido un creyente de estas tonterías; cual alcohólico reformado, él ha estado en lo más oscuro de la ignorancia, e invita a los demás a seguir su ejemplo y ver la luz.

Por ello, me parece que el libro es Campo es una contribución sumamente pertinente. Sólo levanto una leve objeción. Campo admite que sí hay posibilidades de que exista vida extraterrestre. Pero, en realidad, Campo casi no desarrolla este tema en su libro, y es lamentable. Pues, así como Campo bien denuncia que, el común de la gente erróneamente asocia la posibilidad de vida extraterrestre con avistamientos de ovnis, también es lamentablemente común que, el común de la gente cree que el ser escéptico respecto a los ovnis es cerrarse a la posibilidad de que exista vida extraterrestre.

Quizás, Campo pudo haber enriquecido su libro con una discusión sobre la ecuación de Drake y la paradoja de Fermi. Al considerar el número de estrellas en la galaxia, la fracción de esas estrellas que tienen planetas, la fracción de esos planetas que son habitables, la fracción de esos planetas habitables que alguna vez pudieron tener vida, la fracción de esos planetas con vida que pudieron desarrollar vida inteligente, y la fracción de éstos que pudieron desarrollar tecnología para visitar otros planetas, quizás tengamos que admitir que las probabilidades de vida extraterrestre son altas. Pero, inmediatamente sale a relucir la pregunta evocada por Enrico Fermi: si hay tantos alienígenas en el universo, ¿dónde están?, ¿por qué no los vemos?

Una respuesta a esta paradoja de Fermi es que los alienígenas ya están acá, y se han manifestado en ovnis. El libro de Campo, por supuesto, es un elocuente esfuerzo por rechazar esta respuesta. En función de eso, la pregunta hecha por Fermi mantiene su pertinencia. En realidad, cualquier intento por responderla será especulativo. Pero, a diferencia de las especulaciones sobre ángeles y demonios, éste es un tipo de especulación para la cual sí vale la pena aventurarse.