viernes, 5 de agosto de 2011

Las pseudociencias ¡vaya timo!

BUNGE, Mario. Las pseudociencias ¡vaya timo! Pamplona: Laetoli. 2010. 247 pp.

En mis años de estudiante de filosofía, buscaba una identidad, una pertenencia a un grupo filosófico. Estaban los estoicos, los platónicos, los ilustrados, los románticos, los existencialistas, y demás grupos. Pero, joven al fin (aún lo soy, por supuesto), no quería ser etiquetado de ‘anticuado’, y opté por adherirme al grupo más vanguardista, los postmodernistas. Tomé cursos sobre Derrida, Foucault, Deleuze, Lacan y otras vacas sagradas. Eventualmente, tomé un curso sobre Heidegger. Al principio, yo era entusiasta de que algún día comprendería de qué hablaba este señor, y tenía la esperanza de que, una vez que comprendiera una filosofía de tanta profundidad, sería superior al resto de mis compañeros que, por ser idiotas, no entendían a Heidegger, y optaban por filósofos menos difíciles, como John Stuart Mill o Montesquieu.

Pero, me entristeció ver que yo no entendía nada, mientras que en esos cursos, el profesor tenía sendos diálogos con mis compañeros a propósito de ‘el ser-para-la-muerte’, el ‘das man’ y demás linduras. Hice un esfuerzo por algunos meses por tratar de seguir esas conversaciones, pero cada vez me acomplejaba más, pues mis compañeros eran muy fluidos, y yo hacía el papel de Bernardo en El zorro: mudez total.

De pasada, en un remate de libros usados en mi universidad, me topé con el Diccionario de filosofía de un tal Mario Bunge. Ya conocía yo a ese señor, pues en los cursos propedéuticos de introducción a todas las carreras, se asignaba leer un librito de su autoría, La ciencia, su método y su filosofía, pero la imagen que yo tenía de él era un maestro de escuela, no un filósofo profundo como Foucault o Derrida. Quizás en ese diccionario podría encontrar una fácil exposición de Heidegger, la cual me permitiera abrir la boca en los cursos; compré el libro y me lo llevé a casa. Opté por leer la entrada sobre el ‘tiempo’ (a la cual Heidegger le ha dedicado tanta atención), y descubrí cómo Bunge denunciaba la charlatanería de un autor que escribía disparates como “el tiempo es el madurar de la temporalidad”.

Inmediatamente, me sentí como san Pablo camino a Damasco. Comprendí que es una pérdida de tiempo intentar comprender a los postmodernistas y frases como “la nada nadea”, y me sentí profundamente aliviado de no haber participado en los diálogos entre mi profesor y mis compañeros sobre el filósofo nazi. Pero, no me detuve ahí. La denuncia de la charlatanería de Heidegger me condujo a leer con entusiasmo muchos otros libros de Bunge sobre filosofía de la ciencia y filosofía de la mente.

Hoy, puedo afirmar sin titubeos que Bunge es el filósofo hispanoamericano más importante de la actualidad. Y, me entristece saber que pocas veces es reconocido como tal. Las universidades latinoamericanas, llenas de complejos tercermundistas, conceden abrumadora importancia a autores como Enrique Dussel (quien a veces pronuncia disparates como los de Heidegger), quienes se preocupan por temas tan espurios como la ‘raza cósmica’. Por otra parte, estas mismas universidades suelen ver a Bunge como un filósofo que, ciertamente nació en Hispanoamérica y habla castellano, pero es un ‘eurocéntrico’ por plantearse asuntos como la ciencia y la mente. ¡Qué idiotez!

La colección “¡Vaya timo!” acumula varios volúmenes dedicados a refutar algunas de las supercherías más populares, desde la conspiración lunar hasta la homeopatía. Muchas de estas creencias son pseudocientíficas, en el sentido de que pretenden pasar como ciencia, pero no cumplen con los requisitos debidos para ser consideradas como tal. En continuidad con el Círculo de Viena y Karl Popper, Bunge ha dedicado buena parte de su obra a establecer un criterio de demarcación entre lo que es y lo que no es ciencia.

A pesar de que es un heredero del Círculo de Viena y Popper, Bunge no comparte exactamente el mismo criterio de demarcación. El Círculo de Viena era demasiado rígido y consideraba que los enunciados de la metafísica carecen de sentido; Bunge sí considera que es posible armar un discurso metafísico, y que, al final, la misma ciencia reposa sobre bases metafísicas materialistas. Bunge tampoco acepta el falsacionismo de Popper, pues considera que hay hipótesis que no pueden ser falseadas, pero con todo, pueden considerarse científicas.

En este aspecto, vale corregir un error cometido por una de las prologuistas de esta obra, Cristina Corredor (o, en todo caso, el error procede del mismo Bunge, pues Corredor cita a Bunge). En palabras de Corredor: “… la falsabilidad no es un criterio suficiente, pues de ello se seguiría que todas las teorías falsas deberían considerarse científicas” (p. 20). En realidad, Popper jamás alegó esto. Popper sostuvo que son científicas aquellas teorías que podrían ser falseadas, pero que aún no lo han sido. En otras palabras, según el mismo Popper, aquellas teorías que ya han sido falseadas, no serían científicas. El lamarckismo es una teoría falseable, pero con todo, no es científica, precisamente porque los famosos experimentos de August Weismann refutaron la teoría de la herencia de los caracteres adquiridos (Weismann cortó las colas de ratones en varias generaciones, y las colas nunca desaparecieron de la población).

Las pseudociencias ¡vaya timo! es un conjunto de ensayos en los cuales Bunge expone su propio criterio de demarcación, y pasa revista a algunas de las disciplinas pseudocientíficas más comunes. En varios ensayos dedica atención a la parapsicología. Las críticas de Bunge a esta disciplina son demoledoras. Bunge señala cómo la parapsicología postula hallazgos que contradicen algunos de los principios de la física sobre los cuales tenemos plena seguridad. Así, por ejemplo, la precognición viola las relaciones de causalidad, la psicoquinesia viola el principio de la conservación de la energía, y la percepción extrasensorial viola la materialidad de la mente. Además, en condiciones de estricto control, los experimentos parapsicológicos nunca han podido repetir los resultados.

A pesar de que comparto estas críticas de Bunge a la parapsicología, creo que haríamos bien en tener un poco más de cautela en este asunto. Ciertamente las relaciones de causalidad y la conservación de la energía son principios muy firmes, que no pueden ser abandonados por unos escasos resultados aparentemente anómalos en experimentos parapsicológicos (contrario a lo que opinaba el filósofo Broad, a quien Bunge correctamente critica). Pero, no creo que debamos tener absoluta seguridad de que la mente es una sustancia material.

Me inclino, como Bunge, a ser un materialista respecto a la mente. Pero, debo admitir que hay argumentos muy intrigantes a favor del dualismo de sustancias (bajo esta doctrina, la mente sería una sustancia inmaterial separada del cuerpo); estos argumentos ya fueron expuestos por René Descartes en sus Meditaciones metafísicas. Creo que Descartes se equivocaba, pero debemos al menos considerar sus argumentos, pues a diferencia de los experimentos parapsicológicos, los argumentos cartesianos a favor del dualismo tienen algún grado de plausibilidad, y filósofos contemporáneos estimables como Plantinga y Swinburne, los han defendido. Al menos en Las pseudociencias ¡vaya timo!, Bunge no dedica atención a estos argumentos.

Además, el materialismo de Bunge deja sin buena explicación el estatuto ontológico de los objetos abstractos. Si, como menciona Bunge, “el mundo está compuesto exclusivamente de cosas concretas (materiales)” (p. 107), ¿cómo explicamos la existencia de los números, las leyes de la lógica, u otros objetos abstractos? Tradicionalmente los filósofos entienden que estos objetos son trascendentes, y en cuanto tal, no dependen de la materia para existir. Parece plausible pensar que, aun si desaparecieran todos los cerebros del mundo, el número tres (el cual no está compuesto de átomos, y por ende, no es una cosa material) seguiría existiendo. Éste es un tema muy duro en la filosofía, y no espero que en un libro de divulgación se atienda. Probablemente Bunge lo ha atendido en algún otro libro; pero sí cumplo con informar al lector que el materialismo enfrenta algunas objeciones que no resulta tan fácil superar.

Respecto a la parapsicología, hay otro asunto en el cual difiero de Bunge. Él menciona varias veces que las teorías de los parapsicólogos son ‘imposibles’. Yo no estoy de acuerdo. Un fenómeno como la percepción extrasensorial efectivamente viola la materialidad de la mente, pero no por ello es ‘imposible’. La palabra ‘imposible’ denota algo que no puede ocurrir bajo ningún escenario. En ese sentido, como advertía David Hume, lo imaginable es posible, pues si ocurre en al menos un escenario imaginado, entonces sí es posible. Un círculo cuadrado es imposible (ni siquiera lo podemos imaginar), pero una bruja volando sobre una escoba no es imposible.

Y, no tenemos mayor dificultad en imaginar un mundo en el cual existe la percepción extrasensorial (de hecho, el animismo primitivo es muy proclive a imaginar cosas como éstas). En este sentido, la percepción extrasensorial no es estrictamente ‘imposible’. Quizás mi objeción proceda de un capricho semántico sin mayor relevancia (¿qué significa exactamente ‘imposible’?), pero la filosofía se nutre mucho de este tipo de caprichos.

El psicoanálisis es otra de las disciplinas a las cuales Bunge dirige sus críticas, y éstas son muy oportunas. El psicoanálisis depende de una metafísica dualista, según la cual, la mente inmaterial actúa misteriosamente sobre el cuerpo (aunque, de nuevo, creo oportuno tener en consideración los argumentos dualistas de Descartes, aun si es para refutarlos); los avances de la neurociencia refutan esta premisa metafísica.

Además, en su énfasis en la represión, el psicoanálisis elabora todo tipo de hipótesis que no son científicas. Bunge dice que esas hipótesis no son verificables, pero yo diría, en continuidad con Popper, que sí son verificables, pero no falseables y que, por ende, no son científicas. Por ejemplo, cuando alguien no manifiesta el complejo de Edipo, ahí se verifica la represión: la ausencia del complejo de Edipo sería una verificación de que el individuo está reprimiendo ese complejo. Pero, la teoría del complejo de Edipo no es falseable, pues no existe ningún contraejemplo posible: se manifieste o no el supuesto complejo de Edipo, siempre verificará la hipótesis.

Bunge también denuncia los disparates freudianos sobre las personalidades ‘anales’ y ‘orales’, y señala que los datos empíricos refutan la hipótesis según la cual el entrenamiento para controlar esfínteres incide decisivamente sobre la personalidad. A lo sumo, Bunge acepta que el psicoanálisis hizo un aporte positivo al señalar la dimensión inconsciente de la mente, pero esto no es originario de Freud. Ya Sócrates había concebido algo similar. En cuanto a la eficiencia del psicoanálisis como terapia, Bunge concede mucho más crédito a la terapia conductual.

Me resulta más controvertida la valoración negativa que Bunge hace de la teoría del Big Bang, el gen egoísta y la sociobiología. Bunge señala que la cosmología es una disciplina especulativa, y según parece, él cree que la materia ha sido eterna. No parece dudar de que el Big Bang haya ocurrido, pero sí parece dudar de que este evento haya dado origen a la materia. No cuento con la formación académica para pronunciarme sobre este asunto; sólo agrego que figuras como Stephen Hawking sí defienden la idea de que el Big Bang es el origen de todo cuanto existe. En todo caso, creo que debemos ser muy cuidadosos de no rechazar la teoría del Big Bang por el mero de que parezca coincidir con la noción religiosa de creatio ex nihilo.

Las críticas de Bunge a la sociobiología y la teoría del gen egoísta no tienen mucho asidero. Bunge no parece apreciar que el término “gen egoísta” es una metáfora. Según parece, él cree que esta teoría postula que el gen es un ente con mente e intencionalidad: “un saco de moléculas, sin importar su grado de complejidad, no puede tener intenciones” (p. 119). Richard Dawkins, el forjador de esta teoría, nunca ha dicho algo como esto. La teoría de Dawkins postula que el gen es ‘egoísta’, como una manera metafórica de expresar el fenómeno en el cual una conducta altruista puede tener ventaja adaptativa, al permitir al individuo altruista, no propiamente su supervivencia, sino la supervivencia de aquellos que llevan parte de sus genes (parientes), entre ellos, el gen que codifica el altruismo.

Sospecho que Bunge no es muy hábil en comprender el uso de las metáforas, pues en otro rincón de esta misma obra, se queja de que la economía neoclásica incorpora ‘entidades fantasmales’ (la mano invisible del mercado). Independientemente de la valoración que podamos hacer de la economía neoclásica (y, yo comparto con Bunge muchas de sus críticas), debería resultar bastante obvio que la frase “mano invisible” es meramente metafórica. A no ser que, por supuesto, con su gran sentido del humor, Bunge quiera ser irónico al equivaler el estatuto pseudocientífico de la parapsicología con la economía neoclásica, y en ese caso, el inepto soy yo, al no comprender las ironías de este gran autor. Ésa es otra posibilidad.

En todo caso, Bunge critica a la sociobiología y la psicología evolucionista como si fueran teorías que suprimen la influencia del ambiente sobre la conformación de las personalidades. E.O. Wilson, el padre de la sociobiología nunca ha dicho que somos prisioneros absolutos de nuestros genes; de hecho, Wilson estima que nuestras conductas están genéticamente determinadas sólo en un diez por ciento. Por lo demás, esta afirmación de Bunge me parece una exageración que raya en lo extravagante: “la defensa de la sociobiología humana ha sido tan dogmática como la defensa de la hipótesis de que la Tierra es plana” (p. 120).

Vale agregar que la teoría de la tabla rasa, según la cual la mente es una hoja en blanco sobre la cual se van imprimiendo sensaciones desde el nacimiento, es cada vez más refutada. Hoy sabemos que disposiciones mentales tan elementales como el miedo a las serpientes, tienen una fuerte base genética. Y, de hecho, los estudios de gemelos cada vez más apuntan hacia esa dirección. Rasgos como la homosexualidad, algunos talentos o el altruismo sí parecen tener una base genética.

Aprovecho, además, para corregir un error de otro prologuista de esta obra, Rafael González del Solar. Éste critica a la psicología evolucionista señalando lo siguiente: “[La psicología evolucionista tiene] un compromiso adaptacionista. Se trata de un supuesto metodológico- más precisamente, de la hipótesis de que todos o casi todos los rasgos de un organismo son adaptativos” (p. 32).

Es cierto que la psicología evolucionista tiene una tendencia hacia el adaptacionismo. Pero, de ninguna manera la psicología evolucionista es reduccionista en este aspecto. La psicología evolucionista acepta perfectamente que algunos rasgos mentales no han sido propiamente adaptaciones, sino más bien productos colaterales de otras adaptaciones. La religión es quizás el caso más emblemático. A juicio de los psicólogos evolucionistas, la religión no es propiamente una adaptación con ventaja adaptativa. Es más bien un rasgo (incluso, muchos lo consideran destructivo) que surgió como consecuencia colateral del rasgo adaptativo de la obediencia de los niños a los padres, la atribución de agencia a fenómenos, y la formación de una teoría sobre otras mentes.

Bunge también ataca a la economía neoclásica. Sostiene que esta teoría asume erróneamente que las conductas económicas se guían por la racionalidad, y que el flujo de la información sobre el mercado es perfecto (en otras palabras, que no ocurre la especulación). Tampoco tengo suficiente formación académica como para pronunciarme sobre este asunto. Sólo señalo que, las críticas de Bunge me parecen plausibles, pero en honor a la justicia, hubiese sido pertinente que el mismo Bunge incluyera críticas a otra teoría económica muchas veces propuesta como alternativa, que seguramente tiene mucho de pseudocientífica, el marxismo. Encuentro la sociología de Marx someramente plausible (aunque, lo mismo que el psicoanálisis, creo como Popper, que muchas de sus tesis no son falseables), pero su economía ha sido decididamente refutada (no propiamente pseudocientífica), en especial su teoría del valor a partir del trabajo. En todo caso, en otros libros, Bunge sí ha dirigido críticas al marxismo, en especial, su dependencia respecto a Hegel, otro de los grandes especuladores que han hecho daño a la ciencia.

En esa misma tónica, Bunge pasa revista de filósofos como Husserl y Dilthey, quienes en su obsesión subjetivista, despojaron a las ciencias sociales de su rigor científico y objetividad. Aprovecha Bunge también para dirigir críticas severas al construccionismo social, la teoría según la cual, la ciencia no descubre los hechos, sino que los ‘construye’ mediante sus interpretaciones. Como corolario, Bunge se detiene a refutar a la gran bestia negra de la filosofía de la ciencia, Paul Feyerabend, y su doctrina del ‘anarquismo epistemológico’. A Feyerabend debemos el infame “todo vale”, según el cual, da lo mismo consultar a un brujo que consultar a un médico, pues sencillamente las reglas del método científico son arbitrarias.

Es en este aspecto donde Bunge es genial. Su defensa del realismo científico es brillante, como también lo es su exposición al ridículo de filósofos que aseguran que todo es una construcción social y que, como sostenía Berkley, el mundo exterior no existe. Aprovecho para promocionar un libro de mi autoría, El postmodernismo ¡vaya timo!, de esta misma colección, que será próximamente será publicado, y en el cual, en concordancia con Bunge, dirijo varias críticas a Feyerabend y a los constructivistas sociales.

Por último, Bunge dirige críticas a otras disciplinas y teorías sobre las cuales, francamente, he de admitir que no estoy versado en ellas como para si quiera emitir alguna opinión: caos, teoría del juego, teoría de las catástrofes, entre otras. En definitiva, Las pseudociencias ¡vaya timo! es un libro que amerita leer, especialmente entre aquellas personas que desean iniciarse a la filosofía de Bunge. En esta obra, se manifiestan los grandes rasgos que han caracterizado a Bunge durante casi setenta años de vida académica: humor, ironía, precisión analítica, sensatez y erudición. ¡Larga vida a Bunge!

El psicoanálisis ¡vaya timo!

SANTAMARÍA, Carlos y FUMERO, Ascensión El psicoanálisis ¡vaya timo! Pamplona: Laetoli. 2008. 101 pp. 102

Mi madre me contaba que, cuando yo era niño, me asomaba en la ventana de su baño a verla desnuda. A decir verdad, yo no recuerdo haber hecho esto. Pero, mi madre insistía en que la historia era verdadera. No he tenido motivo para dudar de su testimonio, después de todo, se trata de mi propia madre. No obstante, con el pasar de los años, he venido a dejar un espacio de duda para esta historia. No creo que mi madre me haya mentido deliberadamente. Pero, quizás, ella interpretó mi intención erróneamente. Quizás yo me asomé a su ventana porque había dejado ahí un jabón, y ella estaba circunstancialmente bañándose. Después de todo, mi madre ha sido simpatizante del psicoanálisis, y cada vez más descubro la tendencia que los psicoanalistas tienen a sobre-interpretar sexualmente actos y gestos que, en realidad, son llanamente asexuales.

Pues bien, Ascención Fumero y Carlos Santamaría se han propuesto elaborar críticas como éstas, y otras más, al psicoanálisis, y lo hacen con gran acierto. Los autores recapitulan una de las críticas más comunes que, desde la filosofía de la ciencia de Karl Popper, se ha hecho al psicoanálisis: la tendencia a buscar sólo confirmaciones de las teorías postuladas, y la imposibilidad de postular un contraejemplo que sirva como refutación. Consideremos por ejemplo, lo que los psicoanalistas dicen sobre los sueños: todo sueño está compuesto por algún contenido sexual. Si se sueña con un pene, se confirma la hipótesis. Si se sueña con una espada, también se confirma la hipótesis, pues la espada es evocadora del falo. Y, se sueña con un elemento claramente asexual como, supongamos, la lluvia, entonces también eso confirma la hipótesis psicoanalítica, pues eso sería señal de la represión. Al final, no importa frente a cuál sueño estaremos, siempre se confirmará la teoría psicoanalítica. Por razones obvias, teorías como éstas no pueden considerarse científicas. Falta, en los términos planteados por Popper (al cual los autores nunca citan), la posibilidad de la falsabilidad.

Respecto a los sueños, Santamaría y Fumero admiten que la ciencia no tiene claro cómo se forman. Pero, los autores decididamente rechazan que se traten de deseos no satisfechos (como lo suele entender el psicoanálisis); más bien podrían ser el resultado de la desconexión de diferentes áreas del cerebro durante la fase del sueño. Admito no conocer lo suficiente sobre esto, pero al menos en mi experiencia personal, debo advertir que muchas veces sueño con cosas que yo he deseado. Quizás haya espacio para discutir esto, pero sí me parece indiscutible la crítica que Fumero y Santamaría hacen respecto a la inclinación de los psicoanalistas para interpretar en términos sexuales asuntos que, según parece, nada tienen que ver con el sexo.

Los autores no niegan que el inconsciente exista. Pero, advierten que no existe como una suerte de fuerza oscura profunda que juega malas pasadas a las personas por medio del lapsus lingüísticos. De hecho, estos lapsus se deben probablemente a confusiones procedentes de parecidos semánticos y fonológicos, mucho más que a la traición de un inconsciente enterrado y reprimido en las profunidades de la mente. Además, anotan Santamaría y Fumero, desde hace mucho tiempo el sentido común ha postulado que muchas veces hacemos cosas sin poder explicar plenamente el por qué o cómo las hacemos (en el ejemplo provisto por los autores, manejar una bicicleta), de manera tal que en las pocas cosas en las que Freud no estuvo equivocado, no fue innovador.

Si bien el inconsciente existe, los autores denuncian que los psicoanalistas han exagerado su poder. Por ejemplo, antaño se creía que, mediante la publicidad subliminal, se podía manipular el inconsciente de los consumidores e inducirlos hacia un producto en especial. Hoy, se sabe que la publicidad subliminal no tiene efecto, y que los supuestos estudios que sugerían que sí tenían efecto, resultaron ser unas farsas.

Los autores también atacan las teorías psicoanalíticas sobre la represión. Según nos informan Santamaría y Fumero, las personas que sufren experiencias traumáticas, en vez de reprimir estos recuerdos, desafortunadamente los mantienen muy vivos en su memoria, y no logran sepultarlos.

Santamaría y Fumero no dudan de que las experiencias traumáticas de la infancia repercutan sobre la vida adulta. Pero, los autores postulan que las experiencias vividas antes de los cuatro años de edad no tienen ninguna trascendencia, sencillamente porque los humanos no tenemos capacidad de recordarlas, dado el hecho de que nuestro cerebro antes de esa edad no tiene la suficiente capacidad de almacenar las memorias. Así, hipótesis como las de Otto Rank, respecto al trauma del nacimiento, son extravagantes. Además, muchas de esas supuestas experiencias traumáticas proceden de la supuesta sexualidad de los niños, pero los autores advierten que en el cerebro infantil no está aún desarrollado el hipotálamo, la región cerebral desde donde se dirige la actividad sexual.

Debo admitir que me viene como sorpresa la tesis de que, antes de los cuatro años, no recordamos absolutamente nada. Si eso es así, ¿qué sentido tiene que las madres se esfuercen tanto en aliviar el llanto de los niños pequeños? Si, al final, no recordarán nada, ¿para qué molestarse en aliviar un trauma que, a la larga, será intrascendente?

Santamaría y Fumero hábilmente también critican las hipótesis psicoanalíticas sobre el complejo de Edipo. Además de que, sencillamente, los niños aún no están equipados cerebralmente para tener impulsos sexuales, debe también objetarse al psicoanálisis la tendencia de interpretar en términos edípicos asuntos que son mucho menos complejos. Los autores también hábilmente exponen los absurdos y errores de malpraxis a los que llegó el mismo Freud en sus obsesiones sexuales, al tratar casos que resultaron en fracaso, como el de Anna O, o sencillamente, en interpretaciones disparatadas, como en el caso del pequeño Hans.

A juicio de los autores, el psicoanálisis no es meramente erróneo, es también peligroso. Pues, puede prevenir a los pacientes de someterse a tratamientos realmente efcetivos, amén de que puede hacer un diagnóstico errado y atribuir causas estrictamente mentales procedentes de traumas sexuales de la infancia, a enfermedades que pueden tener otras causas. Además, en el psicoanálisis se corre el riesgo de implantar recuerdos falsos en los pacientes, al punto de que el psicoanalista puede convencer al paciente de que éste ha sufrido algún abuso durante la infancia, inclusive si ni siquiera lo recuerda.

Fuera de la clínica, el psicoanálisis es también disparatado. Los psicoanalistas tienen la tendencia a interpretar cuentos de hadas, novelas, revoluciones y crisis económicas en términos de sus temas psico-sexuales predilectos. Y, de nuevo, los autores denuncian muchos de los absurdos a los que han llegado muchos psicoanalistas al interpretar monolíticamente las cosas. Quien tiene un martillo, ve clavos por doquier. Con todo, en defensa de Freud frente a los demoledores ataques de Santamaría y Fumero, debo señalar una frase (probablemente apócrifa) pronunciada por el padre del psicoanálisis: “un cigarro es sólo un cigarro”; a saber, el mismo Freud parecía admitir que, en ocasiones, no viene al caso sexualizar un cigarro como un símbolo fálico.

Debo admitir que casi no he encontrado un párrafo con el cual no estuviera de acuerdo con los autores. No obstante, debo también expresar un parcial desacuerdo con una de sus teorías. Fumero y Santamaría postulan que el complejo de Edipo no existe, entre otras cosas, porque tenemos una aversión natural al incesto. Esto se debe al llamado ‘efecto Westermarck’ (nombrado en honor del antropólogo que lo postuló), según el cual, dos personas que se han criado desde la infancia sentirán aversión sexual en la edad adulta. Según Westermarck (y los autores), esto es un mecanismo de la selección natural que impide que personas con proximidad consanguínea se apareen, a fin de evitar la acumulación de genes recesivos que pueden resultar perjudiciales.

Admitiré que hay buenos indicios a favor de esta teoría. Los niños criados desde la infancia en los kibbutz, muy rara vez se casan entre sí. En Taiwán, existe la práctica de juntar desde la infancia a futuros esposos, pero una vez que se casan, pierden el interés sexual. Además, algunos primatólogos postulan que entre los bonobos no hay incesto, lo cual también sirve de indicio para afirmar que la aversión al incesto tiene una base biológica.

Ahora bien, si tenemos una aversión natural al incesto, pregunto: ¿para qué existe el tabú? Todos tenemos una aversión natural a comer estiércol (por buenas razones evolutivas), pero precisamente por ello, no existe una ley que prohíba el consumo de estiércol. Si existen leyes en contra del incesto es porque, presumiblemente, alguna gente sí querrá tener sexo con sus consanguíneos.

Los autores aseguran que el tabú del incesto no es universal, precisamente porque ya la naturaleza se ha encargado de hacernos sentir asco por él: “… Un estudio llevado a cabo sobre 129 sociedades distintas… se halló que la mayoría de ellas no prohibían o regulaban el incesto entre miembros de la familia nuclear” (p. 84). Los autores no ofrecen la cita de este dato, y es lamentable, pues quedo realmente sorprendido con esta información. Hasta donde tengo conocimiento, todos los antropólogos han reportado que las sociedades en las que ellos han vivido, existe un tabú explícito del incesto. El antropólogo G.P. Murdock procuró sistematizar comparativamente las instituciones de diversas culturas, y encontró que el tabú del incesto es una de las pocas instituciones que pueden llamarse genuinamente universales. La aseveración de Sanramaría y Fumero contradice una masa inmensa de datos etnográficos e históricos.

En todo caso, mi postura sobre el tabú del incesto es la siguiente: quizás sí exista una aversión natural al incesto, pero no lo suficientemente fuerte como para no hacer explícita su prohibición. El incesto no ha sido prohibido por motivos edípicos o biológicos (los hombres primitivos no tenían suficiente conocimiento de genética como para advertir el peligro del incesto), pero quizás sí por motivos sociológicos. Mediante el tabú del incesto, puede asegurarse que una sociedad establezca alianzas con otra (ésta es la tesis del antropólogo Claude Levi-Strauss), y además, el incesto debe prohibirse explícitamente para asegurar el orden interno de la estructura familiar (difícilmente este orden podrá mantenerse si el padre es a la vez el rival sexual).

En definitiva, El psicoanálisis ¡vaya timo! es un aporte significativo. La colección “¡vaya timo!” está poblada de críticas a creencias irracionales populares como las brujas y la astrología, y quizás algún gurú académico se resienta de que el psicoanálisis sea equiparado a la creencia en vampiros o abducciones extraterrestres. Pero, es hora de sincerarse y apreciar que los cuentos sobre el complejo de Edipo y la envidia del pene son, precisamente, cuentos.

Este libro debería servir también de advertencia para que otras disciplinas con perfil académico no incurran en los abusos epistemológicos del psicoanálisis. Como acertadamente señalan los autores, es muy fácil caer en sesgos de confirmación, e interpretar todo en función de una teoría que creemos que todo lo explica bien. Junto al psicoanálisis, podemos criticar al marxismo de ver explotaciones y alienaciones donde el sentido común no ve nada de eso. Así como Freud interpretó la epilepsia de Dostoyevski como el resultado de su complejo edípico no resuelto, así también los marxistas tienen la tentación de explicarla como una enfermedad ocasionada por la opresión burguesa en la Rusia zarista.

Quizás la disciplina que hoy en día más riesgo corre de caer en los vicios del psicoanálisis, es la psicología evolucionista, a la cual los autores frecuentemente apelan. Como bien señala Mario Bunge, existe el peligro de interpretar todos los rasgos mentales en función de las adaptaciones de nuestros ancestros en la sabana africana. La psicología evolucionista promete ser muy plausible, pero debe asumirse con cautela.

La parapsicología ¡vaya timo!




ÁLVAREZ, Carlos J. La parapsicología ‘vaya timo! Pamplona: Laetoli. 2007, 131 pp.

En uno de los programas radiofónicos que semanalmente conduzco, invité en cierta ocasión a un colega escéptico a conversar a propósito de la parapsicología (puede escucharse ese programa acá). Mi colega empezó a exponer las fallas de esta disciplina de forma muy pormenorizada. En la pausa musical, recibí una llamada de un oyente. Éste quería hablar con el invitado del programa, pues deseaba comunicarse con su madre ya fallecida, y buscaba la ayuda de un parapsicólogo. Obviamente, el oyente no estaba atento a las críticas que mi amigo hacía a la parapsicología, y asumía que mi amigo era en realidad un parapsicólogo.

Pues bien, esta anécdota revela el sesgo que mucha gente tiene frente a la parapsicología. De antemano, los simpatizantes de la parapsicología esperan encontrarse con fenómenos paranormales, y sin importar la evidencia en contra, asumen que los fenómenos paranormales sí existen. Carlos J. Álvarez hace una estimable labor al reseñar el modo en que los parapsicólogos han manipulado las evidencias (consciente e inconscientemente) para ‘demostrar’ que fenómenos como la percepción extrasensorial, la psicoquinesis, o la precognición, existen.

Álvarez hace un muy ameno repaso por la historia de la parapsicología. Sus inicios estuvieron en el boom del espiritualismo y los médiums a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Pero, en vista de que estos personajes resultaron ser fraudulentos a todas luces, gente un poco más seria se dio a la tarea de llevar las supuestas capacidades paranormales a los laboratorios, a fin de someter a prueba estos supuestos poderes, en condiciones controladas que no permitieran ningún truco.

Así, el más destacado de éstos fue J.B.S. Rhine, quien en la primera mitad del siglo XX fundó un laboratorio para someter a prueba la percepción extrasensorial. Los célebres experimentos de Rhine consistían en hacer adivinar las figuras de unos naipes. Algunos sujetos acertaban con cifras por encima de las expectativas del azar, y Rhine interpretaba esto como evidencia de poderes paranormales. No obstante, Álvarez advierte que los experimentos de Rhine nunca han podido reproducir los mismos resultados, y que sus condiciones de control fueron muy débiles. Esto, por supuesto, es una falla crucial en estos experimentos: en la ciencia, asumimos que el universo exhibe una regularidad, y si postulamos la existencia de un fenómeno, debe repetirse bajo las mismas condiciones; además, los controles deben ser lo suficientemente rigurosos como para evitar trucos. Es muy probable que los sujetos que acertaban con un alto porcentaje en estos experimentos, empleasen trucos.

Álvarez acusa a Rhine de ser ingenuo, pero no propiamente de ser un fraude. No obstante, Álvarez advierte que ha habido otras figuras en la parapsicología que sí han sido fraudulentas a todas luces, o al menos, muy sospechosas de serlo. Son los casos de S.G. Soal y en menor medida, Targ y Puthoff. Se han diseñado varios experimentos ingeniosos para someter a prueba la percepción extrasensorial. Pero, en todos esos casos, los experimentos tienen fallas. En algunos casos, los experimentos permiten que se filtren pistas, de manera tal que los sujetos pueden inferir, consciente o inconscientemente, la información que tratan de adivinar. En otros casos, cuando se repiten los experimentos bajo las mismas condiciones, los resultados no logran ser reproducidos.

Álvarez admite que, entre los experimentos parapsicológicos, el más intrigante es el ganzfeld: un sujeto es sometido a privación sensorial, y escoge de entre cuatro imágenes, una que fue observada por otro sujeto. La expectativa es que habría un 25% de probabilidad de acierto, pero cuando se han hecho estos experimentos, el porcentaje de acierto es mayor. No obstante, Álvarez advierte que también hay fallas en los experimentos ganzfeld: el experimentador pudo haber comunicado inconscientemente al sujeto la imagen vista por su contraparte, algunas imágenes son más llamativas y, de nuevo, estos resultados no han logrado ser reproducidos nuevamente.

Además de eso, Álvarez señala que los alegatos de la parapsicología son incompatibles con muchos de los principios que proceden de otras ciencias, y por eso, no debemos tomarlos en serio. Por ejemplo, la psicoquinesis va en contra del principio de conservación de energía, o como bien señala Mario Bunge, la percepción extrasensorial es incompatible con la materialidad de la mente.

En esto, estoy de acuerdo con Álvarez, pero deseo brevemente fungir como abogado del diablo: quizás, si la evidencia de los experimentos parapsicológicos es consistente y se reproduce una y otra vez en situaciones controladas, será necesario replantearse muchos de esos principios científicos sobre los cuales hoy tenemos tanta seguridad. En su momento, la hipótesis de Galileo de que la Tierra gira alrededor del sol era incompatible con muchos de los principios científicos que, en el siglo XVII, se asumían como muy firmes. ¿Por qué, si la Tierra se mueve, no sentimos el viento en la cara? ¿Por qué cuando los objetos caen, no lo hacen en una diagonal, sino en línea recta? Las observaciones de Galileo obligaron a replantearse muchos principios que se asumían como indiscutibles, los cuales eran incompatibles con su paradigma heliocéntrico. No debemos cerrarnos a la posibilidad de que si los experimentos parapsicológicos arrojan resultados consistentes, será necesario replantearse muchos principios que, hasta ahora, son indiscutibles.

En todo caso, si bien señala las fallas de estos experimentos, Álvarez aplaude su intento de rigor científico, y lo contrasta con el carácter meramente sensacionalista (y nada científico) de los auto-proclamados parapsicólogos españoles. Añado que algo similar ocurre en Hispanoamérica: abundan más brujos y videntes, que personas que honestamente estén dispuestas a someter a prueba los supuestos poderes paranormales bajo condiciones controladas.

Uno de esos parapsicólogos sensacionalistas a los que Álvarez especialmente dirige sus críticas es Uri Geller. Si bien no explica propiamente cómo este embaucador lograba doblar las cucharas, Álvarez asegura que se trata de trucos de magia, y recuerda que, en cierta ocasión, cuando se le exigió doblas cucharas en condiciones controladas, Geller no pudo hacer nada.

En efecto, Geller se valía de trucos muy sencillos para doblar cucharas (por lo general, las doblaba manualmente cuando su audiencia estaba distraída). Pero, vale destacar que el poder de la ‘psicoquinesis’ (a saber, mover objetos con la mente) no es sólo invocado por charlatanes sensacionalistas. Álvarez no menciona esto en su libro, pero es importante destacar que Rhine (y, más recientemente, Dean Radin), diseñó experimentos para someter a prueba la capacidad de influir el movimiento de los dados con la mente. Supuestamente, Rhine (y, ahora Radin) han detectado algunos resultados estadísticos que, de nuevo, desafían las expectativas del azar. Pero, una vez más, es presumible que estos experimentos han tenido fallas en sus diseños y controles, como efectivamente han denunciado científicos que han examinado con rigor los protocolos de estos experimentos.

Álvarez también dirige su atención hacia lo que él simpáticamente denomina ‘parapsicología de la vida cotidiana’; a saber, fenómenos comunes que pueden ser fácilmente interpretados como el resultado de poderes paranormales, pero que, visto con mayor rigor, tienen explicaciones racionales que no necesitan invocar esos poderes. Por ejemplo, podemos tener una ‘premonición’ de que algo va a ocurrir, y efectivamente así ocurre. Pensamos en un amigo, e inmediatamente éste nos llama por teléfono; soñamos con un suceso, y al despertarnos y prender el televisor, éste ocurre; conversamos con un amigo, y él dice exactamente lo mismo que nosotros estamos pensando.

La explicación de estos fenómenos es muy sencilla: son sencillamente casualidades. Dado el volumen de pensamientos o sueños que diariamente experimentamos, es probable que, en algún momento, éstos coincidan con algún suceso que ocurra, o con lo que otra persona está pensando. Por razones evolutivas (fue ventajoso para nuestros ancestros en la sabana africana), los seres humanos tenemos la tendencia a ver patrones donde realmente no los hay, y a interpretar como significativo eventos que son probablemente debidos al azar. Olvidamos rápidamente los sueños y pensamientos que no sirven de premoniciones o conexiones telepáticas, y damos especial importancia a los que hacen suponer que tenemos esos poderes, aun si, estadísticamente, son insignificantes.

Álvarez también señala que algunas de estas supuestas premoniciones pueden ser producto de la intuición. Es común que, al observar a alguien, inmediatamente nos formemos una idea sobre esa persona, y acertemos. O, ante una situación, rápidamente sintamos un peligro, escapemos, y luego confirmemos que, efectivamente, se trate de una situación peligrosa. Existe la tentación de interpretar esto como poderes paranormales que consisten en la lectura de ‘malas energías’ y cosas por el estilo, pero en realidad, se trata de la intuición puesta en marcha. De nuevo, por razones evolutivas, tenemos la facilidad de aprehender información y abstraer conclusiones sin necesidad de procesarlas consciente y racionalmente. Así, cuando alguien ‘nos da mala espina’, se trata sencillamente de la observación inconsciente de algún rasgo en esa persona, y la inferencia no consciente que nos conduce a alguna conclusión, sin saber realmente por qué pensamos eso en particular sobre la persona en cuestión. Detrás de todo esto, de nuevo, yace la intuición.

Asimismo, el supuesto poder de ser capaz de saber cuándo alguien me observa, se debe a la intuición: un leve movimiento captado inconscientemente por la percepción puede hacernos voltear y contemplar a quien nos observa. Respecto a los poderes de brujos y adivinos para leer la mente de los demás y acertar en sus descripciones, Álvarez nos asegura que estos poderes en realidad proceden de la ‘lectura en frío’, a saber, la lectura del lenguaje corporal y otros indicios por parte del adivino, y a partir de eso, inferir información sobre la persona que ha ido a consultar al advino.

Álvarez también dedica atención a tres fenómenos supuestamente paranormales, muy popularizados en los medios: los deja vu, las experiencias de salirse del cuerpo, y las experiencias cercanas a la muerte. Y, para cada uno, ofrece explicaciones científico-racionales que no necesitan apelar a la parapsicología.

Los deja vu pueden tener varias causas: desajuste entre las regiones del cerebro que almacenan recuerdos inmediatos y recuerdos lejanos; mecanismos psicológicos que moldean como familiar una situación; la presencia de algún elemento en la situación nueva que evoque algún recuerdo, y propicie la idea de que esa situación ya se ha vivido por completo. Las experiencias de salirse del cuerpo pueden deberse a condicionamientos previos de personas con expectativas a la fantasía; o también desajustes en el cerebro, los cuales propician la interpretación de experiencias corporales realmente inexistentes (como en el caso de las ‘extremidades fantasmas’, en personas que han perdido alguna parte de su cuerpo). Las experiencias cercanas a la muerte pueden ser el resultado de la anoxia, la liberación de endorfinas, o la administración de ketamina y drogas anestésicas similares.

En definitiva, se trata de un libro bien documentado, escrito en un estilo sumamente afable, propio de la divulgación científica. He disfrutado inmensamente su lectura, y debo decir que estoy de acuerdo en casi todo lo que Álvarez ha escrito. Sólo tengo dos leves objeciones y una advertencia, a las cuales me referiré brevemente.

La primera objeción a Álvarez es que él menciona que el filósofo y psicólogo William James terminó por aceptar que la evidencia para fenómenos paranormales es nula. Ciertamente James fue mayormente escéptico en su indagación respecto a los supuestos fenómenos paranormales, pero hubo al menos un caso que no dejó de intrigarle, y el cual nunca desechó: la médium Leonora Piper, quien frente a James proveía información que, supuestamente, ella no pudo conocer, salvo por la comunicación con algún espíritu. Seguramente, como bien ha señalado el escéptico Martin Gardner, James fue víctima de la ‘lectura en frío’ de Piper, pero debe admitirse que James quedó perplejo, y que siempre le ofreció beneficio de la duda a Piper.

La segunda objeción que tengo a Álvarez es que, en sus críticas a la astrología y a los adivinos del futuro, escribe lo siguiente: “… poder predecir lo que va a pasar implica que nuestro futuro está predeterminado. Por tanto, eso quiere decir que no tenemos ningún control sobre nuestras vidas o acciones: todo está ya fijado de antemano. Los criminales no deberían ser juzgados por sus actos” (p. 107).

Es curioso que Álvarez, un autor que continuamente apela a la neurociencia, se sienta incómodo con la posibilidad de que estemos predeterminados. Pues, una de las cosas que la neurociencia parece confirmar cada vez más es que estamos predeterminados (por ejemplo, en los famosos experimentos de Benjamin Libet). Quizás un astrólogo no podrá predecir el futuro, pero las ciencias procuran cada vez más predecir el futuro. Y, es precisamente la regularidad causal del mundo (a saber, su determinismo), lo que permite la predicción.

Ahora bien, ¿el hecho de que podamos predecir una acción futura implica que no hay libre albedrío y, por ende, no hay responsabilidad moral? El sentido común postula que, en efecto, el determinismo es incompatible con el libre albedrío. Pero, un creciente número de filósofos opina que el libre albedrío es compatible con el determinismo. Y, en ese caso, una predicción sobre un evento futuro (sea proveniente de un astrólogo o de un científico, es irrelevante) no desecha el libre albedrío. Lo que debemos hacer es entender ‘libertad’, no como la capacidad de haber podido obrar distinto, sino como la capacidad de no estar sujeto a la coacción de un agente foráneo. Filósofos como Hobbes, Leibniz, Hume y, más recientemente, Ayer y Dennett, han defendido estas posturas compatibilistas, las cuales amerita al menos considerar.

Por último, mi advertencia es la siguiente: en las discusiones sobre neurociencia y psicología, no deben dejarse de lado por completo los argumentos filosóficos. Por supuesto, este libro trata sobre la parapsicología, no sobre la filosofía de la ciencia, y Álvarez no está en la obligación de tratar asuntos filosóficos. Pero, vale hacer una advertencia frente a esta afirmación del autor: “la idea central de la neurociencia cognitiva se mantiene más fuerte que nunca: la mente, o lo que llamamos alma, indisolublemente asociada al cerebro” (p. 125).

Estoy de acuerdo con esta afirmación, pero creo que debe al menos considerarse los intrigantes argumentos filosóficos de René Descartes a favor de la existencia del alma incorpórea. Descartes postulaba que, si puedo imaginar que mi mente existe en estado incorpóreo (a saber, que mi mente existe, pero no así mi cuerpo), entonces la mente no estaría indisolublemente asociada al cerebro. Pues, si esta unión fuera real, cada vez que imagino a mi mente, debo imaginar a mi cuerpo, pero con todo, es perfectamente posible imaginar un alma sin cuerpo, o incluso, a la inversa, imaginar un cuerpo sin alma (éste es el intrigante ejemplo de los zombis, planteado por el filósofo contemporáneo David Chalmers). No postulo que estos argumentos sean convincentes, pero sí admito que son intrigantes. Y, antes de apresurarnos a asumir de lleno la postura materialista que reduce la mente al cerebro, debemos considerar detenidamente los argumentos dualistas, aun si es para refutarlos.