domingo, 2 de octubre de 2011

Las brujas ¡vaya timo!



BEAR, Manuel. Las brujas ¡vaya timo! Pamplona: Laetoli. 2010.

El evangelio de Lucas recoge una parábola de Jesús, según la cual, un fariseo pecaba de vanidad al dar gracias a Dios por ser virtuoso y distinto a los pecadores. Pues bien, después de haber leído Las brujas ¡vaya timo!, de Manuel Bear, me veo tentado a cometer el mismo pecado del fariseo. Doy gracias a Dios (metafóricamente, pues dudo de que Dios exista) de vivir en el siglo XXI entre gente más o menos racional, y no en el siglo XV, entre cazadores de brujas.

El libro de Bear, una amena y erudita historia de las cacerías de brujas, es escandalosamente deprimente, y el único aliento que me deja es saber cuán afortunado soy de vivir en la época actual, a pesar de que, como el mismo Bear advierte, quedan muchos retazos de mentalidad brujeril en nuestro tiempo. Tras concluir la lectura de este libro, surgen en mi mente dos preguntas: ¿cómo la especie humana ha podido ser tan brutalmente ignorante?, y ¿cómo podemos garantizar que el triste episodio de las cacerías de brujas nunca vuelva a repetirse?

Bear hace un recorrido por el modo en que la mentalidad europea se formó la imagen de la bruja. Muchas culturas han tenido alguna noción respecto a la magia, a saber, la supuesta habilidad para transformar y manipular la naturaleza mediante conjuros y otras prácticas procedentes de observaciones erróneas. Pero, Bear destaca que la fuente primordial del mito de las brujas en Occidente lo encontramos entre los romanos. La lechuza blanca, ese inofensivo animal nocturno, con todo hace un ruido que hacía temblar. Pues bien, los romanos inventaron la idea de que la lechuza devora niños en las noches, y eventualmente, antropomorfizaron a esta criatura. De ahí, surgió la striga, a saber, la bruja.

Siempre hubo preocupación frente a la posibilidad de que estos personajes hicieran maleficios. Pero, a juicio de Bear, esta preocupación, que ya existía en la Antigüedad, se potenció especialmente con el cristianismo, pues se incorporó un elemento desconocido en la concepción antigua de la brujería: el pacto con el Diablo. Satanás, un oscuro y marginal personaje incluso en la Biblia, empezó a cobrar muchísima prominencia durante la Edad Media, y resultó inevitable que se inventase una asociación entre las brujas y el demonio.

El Diablo en sí mismo es un personaje compuesto de elementos bestiales de la mitología clásica (en particular, los faunos), y pronto, su naturaleza cornuda, bestial y sexualizada se incorporó al morbo de la imaginación sobre las brujas. Así, no tardó en aparecer el mito de la mujer que vuela en escoba para asistir a una gran reunión de brujas (el sabbat o aquelarre), adoran y copulan con el demonio, cometen toda suerte de actos abominables, raptan niños para comérselos y preparan maleficios para perjudicar a sus enemigos.

En pleno siglo XXI, nadie aceptará, por supuesto, que las brujas volaban sobre escobas. Pero, ¿acaso existe la posibilidad de que el resto de los actos abominables no sobrenaturales atribuidos a ellas hayan ocurrido? Bear admite que, quizás, algunas mujeres sí pudieron haberse creído brujas, y pudieron haber intentado hacer algún maleficio. Pero, las descripciones sobre las actividades brujeriles son tan descabelladas (se alegaba, por ejemplo, que a los sabbats asistían miles de mujeres), que levantan demasiada sospecha como para tomárselo en serio. De hecho, agrego yo, el consenso entre los historiadores es que los sabbats, el canibalismo de niños y los actos de bestialidad jamás existieron como ritos organizados (nunca se podrá descartar algún incidente aislado, por supuesto), excepto en la imaginación de los cazadores de brujas.

Ahora bien, advierte Bear, la época más negra de la cacería de brujas no fue, contraria a la creencia popular, durante la Edad Media. Durante el Medioevo, hubo, por supuesto, cacerías de brujas. Pero, reinaba una actitud de escepticismo, la cual se manifestaba en el Canon Episcopi, un documento que exhortaba a los cristianos a no creer en la existencia de las brujas. Hubo juicios contra brujas, pero no eran muy numerosos, y tampoco estaban sistematizados. Las acusaciones en contra de las brujas procedían de los supuestos afectados, y se determinaba la culpabilidad o inocencia mediante el “juicio de Dios” y la ordalía: la persona acusada de ser bruja metería sus manos en el fuego, y si su herida sanaba pronto, era inocente; si tardaba en sanar, era culpable.

El advenimiento de la Edad Moderna pretendió racionalizar un poco esta forma tan arbitraria de administrar justicia, pero esto no hizo más que empeorar el asunto. A partir de entonces, las acusaciones ya no provendrían exclusivamente de las partes afectadas, sino que se abría espacio para el procedimiento inquisitorial: un juez podría abrir una averiguación por cuenta propia. Así, el número de personas acusadas de ser brujas aumentó significativamente. Asimismo, se dejó de lado el juicio de Dios y la ordalía, y se procuró emplear otros medios probatorios. Puesto que la brujería no cuenta con ninguna evidencia a su favor, los jueces sólo contaban con la confesión de las personas acusadas. Esta confesión se lograba mediante torturas y preguntas conducidas. Al final, calcula Bear, se ejecutaron 60.000 personas, una cifra muy alejada de los 9 millones que alguna vez alegaron algunos historiadores, pero con todo, sumamente escandalosa.

¿Por qué se desató esta locura en Europa? Bear no ofrece una respuesta clara y contundente, pero vale destacar que ningún historiador ha logrado hacerlo. Existe la teoría de que las mujeres acusadas de brujas, en tanto eran parteras, fueron atacadas porque se creía que ellas propiciaban abortos, y la cacería de brujas fue un intento por sobreponer los controles de natalidad. Bear no da mucho crédito a esta teoría, pero admite que no es descabellada. No obstante, Bear cree más probable que la cacería de brujas se debió más bien a un intenso clima de inestabilidad social en Europa, como consecuencia de las guerras de religión derivadas de la reforma protestante.

Bear destaca los elementos sociológicos que caracterizan a las cacerías de brujas: alguna crisis política; algún temor exagerado; el señalamiento de un sector marginado en la población; la ausencia de una mentalidad científica y racionalista, especialmente anclada en la vida rural; la falta de separación entre la Iglesia y el Estado. Bear considera que el fin de las guerras de religión propició en buena medida el fin de la gran ola de cacerías de brujas, a pesar de que no quedaron erradicadas por completo. El fin de las guerras de religión coincidió con el advenimiento de una mentalidad científica, y Bear opina que esto desempeñó una labor importante en la erradicación de la cacería de brujas.

Como bien señala Bear, el triunfo de la Ilustración en el siglo XVIII pudo haber hecho pronosticar que la creencia en brujas finalmente desaparecería. Pero, no fue así. Los románticos vieron en la bruja, no ya un a un ser despreciable que realiza maleficios y perjudica a los demás, sino a un espíritu libre que busca armonía con la naturaleza. Así, a partir de mediados del siglo XIX, la creencia en las brujas dio un giro insólito: no se negaba que las brujas existieran, pero ahora, se estimaba que la brujería era un sano culto a la fertilidad. También fue durante el siglo XIX cuando empezó la fascinación europea por lo ‘oculto’, un sinfín de doctrinas ininteligibles que, supuestamente, mantenían una continuidad con la hechicería de épocas pasadas.

Si bien estas ideas pululaban en el siglo XIX, fue en el siglo XX cuando la antropóloga Margaret Murray le dio su mayor impulso. Murray adelantó las disparatadas teorías, según las cuales, las brujas de épocas pasadas en realidad constituían un organizado y clandestino culto a la fertilidad que procedía de los tiempos Paleolíticos. Los sabbats y la adoración a una figura con cuernos no eran meras fantasías de los jueces e inquisidores: sí existieron, pero los cazadores de brujas los confundieron con un pacto diabólico. En realidad, rendían culto a Cernunnos, un dios cornudo de la mitología celta.

Bear acertadamente advierte que, más allá de alguna evidencia espuria que reposa sobre confusiones lingüísticas, no hay datos que respalden la versión de Murray. Pero, eso no evitó que, eventualmente, surgiera un movimiento que pretende reivindicar a las brujas con base en las teorías de Murray. Ese movimiento, persiste hasta el día de hoy bajo el nombre de la religión ‘Wicca’.

Es inevitable que el pueblo llano sucumba frente a las supersticiones y la creencia en brujería. Pero, es lamentable que una teoría como la de Murray, encontrara respaldo académico. Y, así como en el siglo XV, eminentes catedráticos de teología alimentaban la creencia en brujas, a partir del siglo XX, varios profesores de antropología alimentan la creencia en la brujería: esta vez, no para perseguirlas, si no para alabarlas.

Bear reseña los fraudulentos trabajos de Carlos Castañeda, un antropólogo que supuestamente tuvo una iniciación brujeril con un tal don Juan, un inidio yaqui. Bear advierte que estos trabajos son fraudulentos a todas luces, pero lamentablemente, Castañeda sigue siendo influyente en varios departamentos de antropología de las universidades americanas y europeas.

Por mi parte, agrego que la lamentable tendencia a seguir creyendo en brujas ha invadido incluso los departamentos de filosofía analítica (¡la misma escuela filosófica de la cual partió el positivismo lógico paladín de la ciencia!). El filósofo Peter Winch (seguidor de Wittgenstein, uno de los primeros paladines de la filosofía analítica) defendió a ultranza la postura de que nosotros los occidentales no debemos considerar irracionales las creencias de los pueblos africanos respecto a la brujería, pues cada creencia debe ser comprendida en su contexto. Esta doctrina, conocida como ‘relativismo cultural’, eventualmente ha terminado por admitir como ‘racional’ la creencia en brujas.

En definitiva, el libro de Bear es sumamente erudito (como no puede ser de otra manera al tratar el tema de las brujas) y ameno (como no puede ser de otra manera la estar inscrito en la colección “¡Vaya timo!”). Sólo levanto una leve objeción que va dirigida, no propiamente al contenido del libro, sino a una omisión.

Después de hacer un recorrido por la época más oscura de la persecución de brujas en Europa, Bear reseña cómo en los siglos XIX, XX y XXI, la creencia en la brujería se mantiene muy viva, pero con el giro insólito que he mencionado más arriba: se sigue creyendo en las brujas y sus hechizos, pero ahora son vistas positivamente, y ya no hay la obsesión por perseguirlas.

No obstante, Bear debió haber reseñado otro giro que la creencia en las brujas ha tenido en las últimas décadas. En muchas esferas de la sociedad, el materialismo filosófico ha triunfado, y ya la gente no cree en hechizos. Pero, con todo, en ese mundo materialista, persiste un rasgo típico de la mentalidad de los cazadores de brujas. Mucha gente ya no cree que unas palabras puedan elaborar un conjuro que tenga influencia sobre el funcionamiento del mundo, pero esta misma gente sí cree que existe una gran conspiración mundial para perjudicar a los demás, no propiamente mediante hechizos, pero sí mediante crímenes graves. Y, en este sentido, así como hoy los Wicca pretenden reivindicar a las supuestas brujas del pasado repitiendo los supuestos rituales, hoy hay también personas que pretenden reivindicar a los inquisidores del pasado, alimentando la misma paranoia y las mismas técnicas de tortura.

La persecución que el senador norteamericano Joseph McCarthy hizo a los supuestos comunistas de EE.UU. a mediados de los años 50 del siglo XX, revela que la creencia en brujas sigue muy viva entre nosotros. McCarthy no creía en mujeres volando sobre escobas o en hechizos con palabras, pero sí tenía la misma tendencia paranoica y obsesiva de los cazadores de brujas del siglo XVII. Por supuesto, McCarthy, lo mismo que Stalin, fueron perseguidores en una época secular, y sus manías obedecían más a motivos políticos que las obsesiones típicamente religiosas de los tradicionales cazadores de brujas. Cuando llamamos a McCarthy y a Stalin ‘cazadores de brujas’, lo hacemos no sin cierto recurso a la metáfora, pues estos personajes del siglo XX no recapitulan exactamente los mismos temas brujeriles del siglo XVII.

Pero, en la década de los 80 del siglo XX, hubo en EE.UU. una histeria colectiva que, si bien no apelaba a conceptos llanamente fantasiosos (hechizos y vuelos sobre escobas), sí incorporaba (de forma mucho más literal que en los casos de McCarthy y Stalin) los elementos típicos de la tradicional caza de brujas en el siglo XVII. Se empezó a alegar que existía una inmensa red clandestina de satanistas que operaban en las guarderías y centros preescolares, y que sometían a los niños a toda clase de abusos (violación, canibalismo, bestialidad, etc.), para ejecutar ritos satánicos en unos túneles construidos en las escuelas en cuestión. Aunado a eso, se divulgó el temor de que los músicos de rock estaban implicados en este asunto, pues alentaban a la juventud con mensajes satánicos en sus canciones.

Como en la época más oscura de la persecución de brujas, la mayor parte de las acusaciones procedían de los mismos niños, pues éstos narraban con mórbido detalle cómo eran sometidos a prácticas abominables. Tras años de investigación detectivesca, se pudo conocer que todo aquello fue una farsa. Los niños eran inducidos a mentir por los trabajadores sociales mediante sus preguntas; y algunos acusados ofrecieron falsas confesiones mediante torturas psicológicas. Al final, jamás se encontró una sola prueba forense o material (nunca aparecieron los supuestos túneles) que indicara la existencia de sectas satánicas. Esto debería ser una clara advertencia de que la mentalidad materialista hija de la Ilustración no es plena garantía de que hayamos sobrepuesto de una vez por todas las fantasías brujeriles. Bear acertadamente advierte que el malestar en una sociedad (y, ¡vaya que en estos momentos de crisis financiera vivimos ese malestar!) facilita la persecución de brujas. Así pues, debemos estar atentos, no a brujas que vuelan por los cielos, o a satanistas que raptan niños; sino a gente influyente que fácilmente puede desatar una histeria colectiva con alegatos sensacionalistas.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Los ovnis ¡vaya timo!



CAMPO, Ricardo. Los ovnis ¡vaya timo! Pamplona: Laetoli. 2006. 136 pp.

Tuve un profesor que fue sacerdote católico, pero colgó los hábitos y se volvió ateo. Parece que nunca quedó plenamente satisfecho con su decisión. A menudo me comentaba que, si bien se sentía más intelectualmente realizado con su ateísmo, también lo invadió un sentimiento de soledad. Y, esa soledad no era propiamente debida a falta de amigos y familiares, sino una soledad más profunda: la idea de que ningún dios o ser sobrenatural nos está acompañando.

Me parece que es muy fácil sentirse sobrecogido por la soledad de la cual me hablaba mi profesor. Basta salir en la noche y contemplar un cielo estrellado para mortificarse (al menos, es mi caso) con la idea de un universo vasto, pero apenas con nosotros, los humanos, como seres conscientes.

Sospecho que este sentimiento de soledad fue uno de los motivos por el cual los hombres en el pasado inventaron a los dioses. Y, sospecho que es exactamente el mismo motivo por el cual los hombres siguen inventando nuevos seres imaginarios para apaliar la soledad que se siente ante la inmensidad del cosmos. Cuando la tecnología humana era muy precaria, se inventaban a seres divinos que forjaban hierro y traían fuego a los hombres. Hoy, en plena era de las telecomunicaciones, se inventan seres de otros planetas que viajan en naves espaciales.

No estoy diciendo nada nuevo cuando opino que la ufología ha venido a convertirse en el desesperado intento por rellenar el vacío religioso que ha traído la secularización a las sociedades modernas. El problema, no obstante, está en que los más emblemáticos representantes de la ufología no están dispuestos a aceptar que sus alegatos tienen la misma talla que los alegatos sobre los dioses del Olimpo. Para ellos, los cuentos sobre ovnis no son meras leyendas pintorescas que forman parte del folklore de la sociedad industrial; antes bien, pretenden hacerlos pasar por hallazgos que cuentan con el respaldo de la ciencia.

Ricardo Campo pasa revista a los principales alegatos de quienes promulgan la existencia de visitas extraterrestres y, como ha de esperarse, expone las debilidades de estos alegatos. Probablemente el más famoso de todos (aunque, Campo no le dedica demasiada atención) es el incidente en Roswell, EE.UU., en 1947. Un globo meteorológico cayó a tierra y el ejército norteamericano rápidamente recogió los restos, una estrategia militar perfectamente comprensible, dadas las tensiones de espionaje durante la incipiente Guerra Fría.

Pero, no faltaron alegatos de que en realidad se trataba de una fallida invasión extraterrestre. Años después, algunos de quienes participaron en este procedimiento militar empezaron a asegurar que habían visto cuerpos de alienígenas entre los restos. Frente a esto, Campos ofrece una explicación perfectamente plausible: seguramente algunos de estos soldados, traumatizados por sus experiencias militares, pudieron haber confundido sus recuerdos de combate, donde seguramente vieron cuerpos. Décadas después, un infame productor de televisión británico divulgó una película en la cual supuestamente se hacía una autopsia a un alienígena en Roswell, pero se descubrió que era un montaje.

Fue en la década de los 40 del siglo XX cuando empezó la gran oleada de avistamientos. En 1947 (el mismo año del incidente de Roswell), un testigo vio desde lo alto a una nave desplazarse por el agua como si fuera un platillo (valga destacar acá que el testigo hacía referencia, no a la forma de la nave, sino a su movimiento), pero el periodista que tomó el testimonio, creyó que la palabra ‘platillo’ se refería a la forma de la nave en sí. Desde entonces, ha quedado en la imaginación de los ufólogos que los extraterrestres viajan en platillos voladores. Esto, por supuesto, dice mucho respecto al inmenso poder de los medios de comunicación sobre las creencias colectivas.

Campo reseña cómo esta mitología ha crecido de forma muy creativa. Se ha postulado la hipótesis de que hubo visitas extraterrestres en el pasado, y que fueron alienígenas quienes construyeron las grandes obras arquitectónicas de las civilizaciones antiguas no occidentales. También, ha habido una efervescencia en torno a los supuestos raptos por parte de los alienígenas, especialmente cuando las víctimas están durmiendo. Campo postula que, hay una larga historia de abducciones durante el sueño (por ejemplo, la visita de demonios sexuales y vampiros), lo cual hace plausible pensar que está en juego la misma operativa psicológica que hace que las personas alucinen con estos encuentros.

De hecho, la evidencia invocada a favor de los ovnis es estrictamente testimonial. Y, como se sabe, y bien recuerda Campo, el testimonio no es prueba suficiente. Ha habido testimonios sobre brujas volando por los cielos, visitas diabólicas, etc. Por supuesto, nada de esto lo tomamos en serio. Pues bien, tampoco deberíamos tomar en serio los alegatos sobre los ovnis, si apenas cuentan a su favor con los testimonios de algunas personas. Y, Campo ofrece buenas razones para no confiar demasiado en estos relatos: la percepción humana es frágil al condicionamiento previo, amén de que la masiva industria ufológica ha propiciado más avistamientos que, en muchos casos, desembocan en suculentos negocios.

No faltan, por supuesto, alegatos de que existe una masiva conspiración política y militar para callar a quienes han visto ovnis. Y, para hacerlo más pintoresco, se invocan las supuestas visitas de los hombres vestidos en traje negro, a partir de lo cual, se hizo una película con Will Smith, la cual pudo haber sido una interesante ridiculización de este fenómeno, pero terminó siendo más un típico producto hollywoodense, que en muchos casos, en vez de parodiar, propició que aún más gente afirmara sus creencias sobre las conspiraciones ufológicas.

El libro de Campo está muy bien documentado, pues además, dedica detallada atención a los alegatos hispanos sobre avistamientos de ovnis (como ha de esperarse, este fenómeno procede fundamentalmente de EE.UU., pero eso no ha impedido su extensión al mundo hispano). Y, tiene, además un añadido personal: Campo confiesa haber sido un creyente de estas tonterías; cual alcohólico reformado, él ha estado en lo más oscuro de la ignorancia, e invita a los demás a seguir su ejemplo y ver la luz.

Por ello, me parece que el libro es Campo es una contribución sumamente pertinente. Sólo levanto una leve objeción. Campo admite que sí hay posibilidades de que exista vida extraterrestre. Pero, en realidad, Campo casi no desarrolla este tema en su libro, y es lamentable. Pues, así como Campo bien denuncia que, el común de la gente erróneamente asocia la posibilidad de vida extraterrestre con avistamientos de ovnis, también es lamentablemente común que, el común de la gente cree que el ser escéptico respecto a los ovnis es cerrarse a la posibilidad de que exista vida extraterrestre.

Quizás, Campo pudo haber enriquecido su libro con una discusión sobre la ecuación de Drake y la paradoja de Fermi. Al considerar el número de estrellas en la galaxia, la fracción de esas estrellas que tienen planetas, la fracción de esos planetas que son habitables, la fracción de esos planetas habitables que alguna vez pudieron tener vida, la fracción de esos planetas con vida que pudieron desarrollar vida inteligente, y la fracción de éstos que pudieron desarrollar tecnología para visitar otros planetas, quizás tengamos que admitir que las probabilidades de vida extraterrestre son altas. Pero, inmediatamente sale a relucir la pregunta evocada por Enrico Fermi: si hay tantos alienígenas en el universo, ¿dónde están?, ¿por qué no los vemos?

Una respuesta a esta paradoja de Fermi es que los alienígenas ya están acá, y se han manifestado en ovnis. El libro de Campo, por supuesto, es un elocuente esfuerzo por rechazar esta respuesta. En función de eso, la pregunta hecha por Fermi mantiene su pertinencia. En realidad, cualquier intento por responderla será especulativo. Pero, a diferencia de las especulaciones sobre ángeles y demonios, éste es un tipo de especulación para la cual sí vale la pena aventurarse.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

La sabana santa ¡vaya timo!



ARES, Felix. La sábana santa ¡vaya timo! Pamplona: Laetoli. 2006. 134 pp.

Llevo varios años estudiando los fenómenos religiosos desde una perspectiva secular. Y, rodeado de izquierdistas como estoy, siempre me encuentro con la trillada tesis de Marx, según la cual la religión es el opio del pueblo. De acuerdo a esta tesis, lo sagrado es una gran estafa. Unos hombres inventaron a Dios para dominar a los demás y ganar provecho económico con eso.

Estas hipótesis siempre me han parecido sumamente simplonas. Pero, debo confesar que, después de haber leído La sábana santa ¡vaya timo!, he cambiado ligeramente de opinión. Quizás la religión se deba a causas muy complejas (temor a los fenómenos de la naturaleza, confusión de metáforas, proyección de la imagen del hombre, predisposición genética, funcionalidad social, etc.), pero este libro me ha convencido de que, en muchas instancias, la religión es un cuantioso negocio.

Hoy, la sábana santa no es ya un negocio (hay negocios religiosos más jugosos, como los televangelistas pentecostales). Pero, ciertamente lo fue en el siglo XIV. Félix de Ares hace un extraordinario recorrido por la historia de esta supuesta reliquia para denunciar, no sólo las múltiples inconsistencias en las que inevitablemente incurrimos si asumimos que este pedazo de tela envolvió al cadáver de Jesús, sino también el contexto de ‘simonía’ (el término que los propios cristianos usan para referirse a la comercialización de lo sagrado) en el que apareció esta reliquia.

De hecho, el libro de Ares puede dividirse en dos partes no cronológicas. Una parte es una discusión técnica de aspectos que, quizás una persona laica (como yo) en asuntos de química, fotografía o anatomía tiene alguna dificultad en seguir (aunque, si se hace un pequeño esfuerzo, se entiende perfectamente). La otra parte es una discusión histórica respecto a aquello que, en continuidad con el gran historiador Mircea Eliade, Ares considera la verdadera religión de la Edad Media, a saber, el culto y la comercialización de las reliquias. Esta segunda parte es mucho más entretenida que la primera.

Y, lo que Ares describe es tan brutal, que a primera vista, incluso un no cristiano (como yo) se escandaliza y tiene dificultad en aceptar el descaro descrito por Ares, sólo para corroborar con otras fuentes que, en efecto, su descripción es real. En la Edad Media, la limosna dada en las iglesias alcanzaba jugosas sumas. Así, prosperó el deseo de muchos clérigos de fundar nuevos templos. Pero, la convención por aquella época era que cada templo nuevo debía contar con alguna reliquia. Y, así, empezaron a aparecer montones de reliquias.

Algunas reliquias pretendían ser meros objetos históricos, como alguna pertenencia de Jesús. Otras, pretendían ser tener un origen más sobrenatural, como unas plumas de las alas del ángel Gabriel. Llegó un momento en que hubo tal sobrecarga de reliquias, que incluso entre los propios cristianos de aquella época, se desconfiaba de la autenticidad de la vasta mayoría de estos objetos. Así, se idearon pruebas para comprobar su autenticidad, como por ejemplo, arrojar la reliquia al fuego (si no ardía, era auténtica). Hubo también intentos por certificar con documentos la autenticidad de estas reliquias. Como ha de sospecharse, no resultó ser muy difícil burlar estas pruebas: se crearon reliquias con materiales petrificados resistentes al fuego, y se falsificaron los certificados.

En ese contexto de estafas y engaños apareció la sábana santa en el siglo XIV. Insólitamente, recuerda Ares, la primera mención documental de la sábana santa procede de un obispo que escribe al Papa (‘Anti-Papa’ en los términos actuales, en realidad, pues su sede era Avignon), advirtiendo que un clérigo de una comarca vecina, había falsificado la sábana en cuestión, y pagaba a la gente para hacerse pasar por enfermos, y ser milagrosamente curados por el manto.

Con todo, eso no ha impedido que, hasta el día de hoy, un considerable sector del catolicismo opine que la reliquia es auténticamente el sudario en el cual se envolvió el cuerpo de Jesús. Ares reseña los distintos exámenes técnicos que se han hecho en tiempos modernos para evaluar su autenticidad. Distintas pruebas con reactivos han revelado que en el sudario no hay ningún rastro de sangre. Y, si acaso la hubiese, su color ya sería negro, y no rojo. Esto, me parece, es un argumento de peso para rechazar la autenticidad del manto de Turín.

Ares también expone otros argumentos en contra de la autenticidad que, a mi juicio, son más débiles. Por ejemplo, Ares señala que en los evangelios no hay mención del sudario. No me parece que eso sea un argumento en contra de la autenticidad de la sábana. Si acaso tal reliquia es auténtica, quizás los evangelistas no le prestaron atención, pero algún otro seguidor de Jesús mantuvo el manto. Sabemos que hay reliquias nazis auténticas, a pesar de que muchas de éstas no son mencionadas en Mein Kempf. Lo mismo podríamos pensar respecto a las reliquias cristianas y su falta de mención en los evangelios.

Ares señala también que el evangelio de Juan deja entrever que el cuerpo de Jesús no fue envuelto en un sudario, sino en vendas de lino. A esto, respondo que los otros evangelios sí mencionan que Jesús fue enterrado con un lienzo entero, y que por regla general, los historiadores (incluidos los seculares) consideran mucho más confiables los relatos de Mateo, Marcos y Lucas, que los de Juan.

Ares señala que, puesto que Jesús era pobre, seguramente no pudo ser enterrado con un lienzo, un honor reservado a los ricos. A eso, respondo que, según el relato de los evangelios, un rico, José de Arimatea, procuró darle digna sepultura a Jesús, en vista de lo cual, pudo haber ofrecido un manto para enterrarlo.

Asimismo, Ares señala que, muy probablemente, Jesús no llevaba barba y pelo largo; la estampa que aparece en el sudario sería más bien una proyección típica de los artistas medievales. Sobre esto, opino que es muy difícil hacerse una idea sobre la apariencia física de Jesús. Los retratos más tempranos de Jesús no son propiamente confiables, pues datan de al menos el siglo III; pero no deja de ser cierto que el mismo Pablo censura a quienes llevan el pelo largo (I Corintios 11: 14). Con todo, me parece que queda abierta la posibilidad de que Jesús sí hubiese llevado barba y pelo largo, si acaso él hubiera sido un nazarita, y quizás, su apodo ‘nazareno’ refleje esto. Ares apela al testimonio de Celso sobre la apariencia física de Jesús como un hombre bajo (la imagen del sudario refleja a un hombre alto), pero opino que no debe perderse de vista que Celso no era un testigo ocular de la vida de Jesús, y que era un adversario del cristianismo. En todo caso, insisto, la apariencia física de Jesús es agua turbia.

Por otra parte, Ares presenta sólidos argumentos de sentido común que dan enorme peso a la hipótesis de que la sábana santa sea obra de un artista medieval. El que más me ha convencido es el siguiente: la impronta facial en un sudario no puede reflejar una cara proporcionada. Al tomar una cara manchada con pintura (o sangre), y envolverla con un trapo, la proporción de las dimensiones se altera (el lector mismo puede hacer la prueba). Con todo, la imagen del sudario de Turín es una cara proporcionada (aunque, algunos fanáticos opinan que el hecho de que la cara sí es proporcionada, contrario a la expectativa, es precisamente la prueba de que se trata de un milagro). Además, Ares señala que hay imperfecciones anatómicas en la estampa del cuerpo en el sudario de Turín: los dedos de las manos son demasiado largos; la imagen frontal no coincide con la dorsal respecto a la posición de los pies; hay falta de profundidad en las nalgas.

La puntilla final a todo esto, no obstante, es la datación del sudario empleando el carbono 14. Ares reseña cómo tres laboratorios independientemente emplearon la técnica del carbono 14, y los tres llegaron a la conclusión de que esta reliquia en realidad procede del siglo XIV. El carbono 14 es una de las técnicas de datación más seguras y confiables, pero con todo, persisten los creyentes que se resistan a aceptar estos hallazgos, y para ello, invocan las típicas hipótesis ad hoc. La más común consiste en postular que el sudario de Turín ha recibido contaminaciones de elementos rejuvenecedores que impiden una óptima datación, pero Ares explica por qué ésta no es una buena explicación.

Con todo, quienes creen que el manto de Turín es auténtico, opinan que la imagen que ahí aparece no pudo haber sido elaborado por un artista medieval. Y, en función de ello, opinan que se trata de un milagro. Más aún, a finales del siglo XIX, Secondo Pia, un fotógrafo aficionado, hizo varias tomas, y al contemplar sus negativos, apreció la imagen completa no vista anteriormente. A partir de ello, se ha alegado que el manto de Turín es un negativo de una fotografía, y de nuevo, eso lo hace milagroso, pues en la Edad Media no había acceso a tales tecnologías.

Ares admite que la imagen es inusual y que, el artista que la pintó exhibió un alto nivel de maestría. Pero, Ares somete a consideración algunas posibilidades que perfectamente pueden explicar cómo se pintó la imagen, sin necesidad de apelar a una intervención sobrenatural. La imagen pudo haber sido hecha con la técnica del frotado sobre un bajo relieve, el tostado, o pintada con un pincel, o transfiriendo la imagen de una tela a otra.

En definitiva, el libro de Ares es un repaso demoledor de los alegatos irracionales de quienes aún se empeñan en afirmar que un pedazo de tela del siglo XIV no es sólo la sábana con que se cubrió el cuerpo de Jesús, sino que además, lleva impronta una imagen sobrenatural. Me parece que el manto de Turín es emblemático de la profunda división que hay en el catolicismo entre la piedad del pueblo llano y la mayor sofisticación de los teólogos. La elite de clérigos que se ha dedicado más al estudio y menos al sensacionalismo apelará mucho más a los argumentos apologéticos clásicos, que a una falsa reliquia.