domingo, 2 de octubre de 2011

Las brujas ¡vaya timo!



BEAR, Manuel. Las brujas ¡vaya timo! Pamplona: Laetoli. 2010.

El evangelio de Lucas recoge una parábola de Jesús, según la cual, un fariseo pecaba de vanidad al dar gracias a Dios por ser virtuoso y distinto a los pecadores. Pues bien, después de haber leído Las brujas ¡vaya timo!, de Manuel Bear, me veo tentado a cometer el mismo pecado del fariseo. Doy gracias a Dios (metafóricamente, pues dudo de que Dios exista) de vivir en el siglo XXI entre gente más o menos racional, y no en el siglo XV, entre cazadores de brujas.

El libro de Bear, una amena y erudita historia de las cacerías de brujas, es escandalosamente deprimente, y el único aliento que me deja es saber cuán afortunado soy de vivir en la época actual, a pesar de que, como el mismo Bear advierte, quedan muchos retazos de mentalidad brujeril en nuestro tiempo. Tras concluir la lectura de este libro, surgen en mi mente dos preguntas: ¿cómo la especie humana ha podido ser tan brutalmente ignorante?, y ¿cómo podemos garantizar que el triste episodio de las cacerías de brujas nunca vuelva a repetirse?

Bear hace un recorrido por el modo en que la mentalidad europea se formó la imagen de la bruja. Muchas culturas han tenido alguna noción respecto a la magia, a saber, la supuesta habilidad para transformar y manipular la naturaleza mediante conjuros y otras prácticas procedentes de observaciones erróneas. Pero, Bear destaca que la fuente primordial del mito de las brujas en Occidente lo encontramos entre los romanos. La lechuza blanca, ese inofensivo animal nocturno, con todo hace un ruido que hacía temblar. Pues bien, los romanos inventaron la idea de que la lechuza devora niños en las noches, y eventualmente, antropomorfizaron a esta criatura. De ahí, surgió la striga, a saber, la bruja.

Siempre hubo preocupación frente a la posibilidad de que estos personajes hicieran maleficios. Pero, a juicio de Bear, esta preocupación, que ya existía en la Antigüedad, se potenció especialmente con el cristianismo, pues se incorporó un elemento desconocido en la concepción antigua de la brujería: el pacto con el Diablo. Satanás, un oscuro y marginal personaje incluso en la Biblia, empezó a cobrar muchísima prominencia durante la Edad Media, y resultó inevitable que se inventase una asociación entre las brujas y el demonio.

El Diablo en sí mismo es un personaje compuesto de elementos bestiales de la mitología clásica (en particular, los faunos), y pronto, su naturaleza cornuda, bestial y sexualizada se incorporó al morbo de la imaginación sobre las brujas. Así, no tardó en aparecer el mito de la mujer que vuela en escoba para asistir a una gran reunión de brujas (el sabbat o aquelarre), adoran y copulan con el demonio, cometen toda suerte de actos abominables, raptan niños para comérselos y preparan maleficios para perjudicar a sus enemigos.

En pleno siglo XXI, nadie aceptará, por supuesto, que las brujas volaban sobre escobas. Pero, ¿acaso existe la posibilidad de que el resto de los actos abominables no sobrenaturales atribuidos a ellas hayan ocurrido? Bear admite que, quizás, algunas mujeres sí pudieron haberse creído brujas, y pudieron haber intentado hacer algún maleficio. Pero, las descripciones sobre las actividades brujeriles son tan descabelladas (se alegaba, por ejemplo, que a los sabbats asistían miles de mujeres), que levantan demasiada sospecha como para tomárselo en serio. De hecho, agrego yo, el consenso entre los historiadores es que los sabbats, el canibalismo de niños y los actos de bestialidad jamás existieron como ritos organizados (nunca se podrá descartar algún incidente aislado, por supuesto), excepto en la imaginación de los cazadores de brujas.

Ahora bien, advierte Bear, la época más negra de la cacería de brujas no fue, contraria a la creencia popular, durante la Edad Media. Durante el Medioevo, hubo, por supuesto, cacerías de brujas. Pero, reinaba una actitud de escepticismo, la cual se manifestaba en el Canon Episcopi, un documento que exhortaba a los cristianos a no creer en la existencia de las brujas. Hubo juicios contra brujas, pero no eran muy numerosos, y tampoco estaban sistematizados. Las acusaciones en contra de las brujas procedían de los supuestos afectados, y se determinaba la culpabilidad o inocencia mediante el “juicio de Dios” y la ordalía: la persona acusada de ser bruja metería sus manos en el fuego, y si su herida sanaba pronto, era inocente; si tardaba en sanar, era culpable.

El advenimiento de la Edad Moderna pretendió racionalizar un poco esta forma tan arbitraria de administrar justicia, pero esto no hizo más que empeorar el asunto. A partir de entonces, las acusaciones ya no provendrían exclusivamente de las partes afectadas, sino que se abría espacio para el procedimiento inquisitorial: un juez podría abrir una averiguación por cuenta propia. Así, el número de personas acusadas de ser brujas aumentó significativamente. Asimismo, se dejó de lado el juicio de Dios y la ordalía, y se procuró emplear otros medios probatorios. Puesto que la brujería no cuenta con ninguna evidencia a su favor, los jueces sólo contaban con la confesión de las personas acusadas. Esta confesión se lograba mediante torturas y preguntas conducidas. Al final, calcula Bear, se ejecutaron 60.000 personas, una cifra muy alejada de los 9 millones que alguna vez alegaron algunos historiadores, pero con todo, sumamente escandalosa.

¿Por qué se desató esta locura en Europa? Bear no ofrece una respuesta clara y contundente, pero vale destacar que ningún historiador ha logrado hacerlo. Existe la teoría de que las mujeres acusadas de brujas, en tanto eran parteras, fueron atacadas porque se creía que ellas propiciaban abortos, y la cacería de brujas fue un intento por sobreponer los controles de natalidad. Bear no da mucho crédito a esta teoría, pero admite que no es descabellada. No obstante, Bear cree más probable que la cacería de brujas se debió más bien a un intenso clima de inestabilidad social en Europa, como consecuencia de las guerras de religión derivadas de la reforma protestante.

Bear destaca los elementos sociológicos que caracterizan a las cacerías de brujas: alguna crisis política; algún temor exagerado; el señalamiento de un sector marginado en la población; la ausencia de una mentalidad científica y racionalista, especialmente anclada en la vida rural; la falta de separación entre la Iglesia y el Estado. Bear considera que el fin de las guerras de religión propició en buena medida el fin de la gran ola de cacerías de brujas, a pesar de que no quedaron erradicadas por completo. El fin de las guerras de religión coincidió con el advenimiento de una mentalidad científica, y Bear opina que esto desempeñó una labor importante en la erradicación de la cacería de brujas.

Como bien señala Bear, el triunfo de la Ilustración en el siglo XVIII pudo haber hecho pronosticar que la creencia en brujas finalmente desaparecería. Pero, no fue así. Los románticos vieron en la bruja, no ya un a un ser despreciable que realiza maleficios y perjudica a los demás, sino a un espíritu libre que busca armonía con la naturaleza. Así, a partir de mediados del siglo XIX, la creencia en las brujas dio un giro insólito: no se negaba que las brujas existieran, pero ahora, se estimaba que la brujería era un sano culto a la fertilidad. También fue durante el siglo XIX cuando empezó la fascinación europea por lo ‘oculto’, un sinfín de doctrinas ininteligibles que, supuestamente, mantenían una continuidad con la hechicería de épocas pasadas.

Si bien estas ideas pululaban en el siglo XIX, fue en el siglo XX cuando la antropóloga Margaret Murray le dio su mayor impulso. Murray adelantó las disparatadas teorías, según las cuales, las brujas de épocas pasadas en realidad constituían un organizado y clandestino culto a la fertilidad que procedía de los tiempos Paleolíticos. Los sabbats y la adoración a una figura con cuernos no eran meras fantasías de los jueces e inquisidores: sí existieron, pero los cazadores de brujas los confundieron con un pacto diabólico. En realidad, rendían culto a Cernunnos, un dios cornudo de la mitología celta.

Bear acertadamente advierte que, más allá de alguna evidencia espuria que reposa sobre confusiones lingüísticas, no hay datos que respalden la versión de Murray. Pero, eso no evitó que, eventualmente, surgiera un movimiento que pretende reivindicar a las brujas con base en las teorías de Murray. Ese movimiento, persiste hasta el día de hoy bajo el nombre de la religión ‘Wicca’.

Es inevitable que el pueblo llano sucumba frente a las supersticiones y la creencia en brujería. Pero, es lamentable que una teoría como la de Murray, encontrara respaldo académico. Y, así como en el siglo XV, eminentes catedráticos de teología alimentaban la creencia en brujas, a partir del siglo XX, varios profesores de antropología alimentan la creencia en la brujería: esta vez, no para perseguirlas, si no para alabarlas.

Bear reseña los fraudulentos trabajos de Carlos Castañeda, un antropólogo que supuestamente tuvo una iniciación brujeril con un tal don Juan, un inidio yaqui. Bear advierte que estos trabajos son fraudulentos a todas luces, pero lamentablemente, Castañeda sigue siendo influyente en varios departamentos de antropología de las universidades americanas y europeas.

Por mi parte, agrego que la lamentable tendencia a seguir creyendo en brujas ha invadido incluso los departamentos de filosofía analítica (¡la misma escuela filosófica de la cual partió el positivismo lógico paladín de la ciencia!). El filósofo Peter Winch (seguidor de Wittgenstein, uno de los primeros paladines de la filosofía analítica) defendió a ultranza la postura de que nosotros los occidentales no debemos considerar irracionales las creencias de los pueblos africanos respecto a la brujería, pues cada creencia debe ser comprendida en su contexto. Esta doctrina, conocida como ‘relativismo cultural’, eventualmente ha terminado por admitir como ‘racional’ la creencia en brujas.

En definitiva, el libro de Bear es sumamente erudito (como no puede ser de otra manera al tratar el tema de las brujas) y ameno (como no puede ser de otra manera la estar inscrito en la colección “¡Vaya timo!”). Sólo levanto una leve objeción que va dirigida, no propiamente al contenido del libro, sino a una omisión.

Después de hacer un recorrido por la época más oscura de la persecución de brujas en Europa, Bear reseña cómo en los siglos XIX, XX y XXI, la creencia en la brujería se mantiene muy viva, pero con el giro insólito que he mencionado más arriba: se sigue creyendo en las brujas y sus hechizos, pero ahora son vistas positivamente, y ya no hay la obsesión por perseguirlas.

No obstante, Bear debió haber reseñado otro giro que la creencia en las brujas ha tenido en las últimas décadas. En muchas esferas de la sociedad, el materialismo filosófico ha triunfado, y ya la gente no cree en hechizos. Pero, con todo, en ese mundo materialista, persiste un rasgo típico de la mentalidad de los cazadores de brujas. Mucha gente ya no cree que unas palabras puedan elaborar un conjuro que tenga influencia sobre el funcionamiento del mundo, pero esta misma gente sí cree que existe una gran conspiración mundial para perjudicar a los demás, no propiamente mediante hechizos, pero sí mediante crímenes graves. Y, en este sentido, así como hoy los Wicca pretenden reivindicar a las supuestas brujas del pasado repitiendo los supuestos rituales, hoy hay también personas que pretenden reivindicar a los inquisidores del pasado, alimentando la misma paranoia y las mismas técnicas de tortura.

La persecución que el senador norteamericano Joseph McCarthy hizo a los supuestos comunistas de EE.UU. a mediados de los años 50 del siglo XX, revela que la creencia en brujas sigue muy viva entre nosotros. McCarthy no creía en mujeres volando sobre escobas o en hechizos con palabras, pero sí tenía la misma tendencia paranoica y obsesiva de los cazadores de brujas del siglo XVII. Por supuesto, McCarthy, lo mismo que Stalin, fueron perseguidores en una época secular, y sus manías obedecían más a motivos políticos que las obsesiones típicamente religiosas de los tradicionales cazadores de brujas. Cuando llamamos a McCarthy y a Stalin ‘cazadores de brujas’, lo hacemos no sin cierto recurso a la metáfora, pues estos personajes del siglo XX no recapitulan exactamente los mismos temas brujeriles del siglo XVII.

Pero, en la década de los 80 del siglo XX, hubo en EE.UU. una histeria colectiva que, si bien no apelaba a conceptos llanamente fantasiosos (hechizos y vuelos sobre escobas), sí incorporaba (de forma mucho más literal que en los casos de McCarthy y Stalin) los elementos típicos de la tradicional caza de brujas en el siglo XVII. Se empezó a alegar que existía una inmensa red clandestina de satanistas que operaban en las guarderías y centros preescolares, y que sometían a los niños a toda clase de abusos (violación, canibalismo, bestialidad, etc.), para ejecutar ritos satánicos en unos túneles construidos en las escuelas en cuestión. Aunado a eso, se divulgó el temor de que los músicos de rock estaban implicados en este asunto, pues alentaban a la juventud con mensajes satánicos en sus canciones.

Como en la época más oscura de la persecución de brujas, la mayor parte de las acusaciones procedían de los mismos niños, pues éstos narraban con mórbido detalle cómo eran sometidos a prácticas abominables. Tras años de investigación detectivesca, se pudo conocer que todo aquello fue una farsa. Los niños eran inducidos a mentir por los trabajadores sociales mediante sus preguntas; y algunos acusados ofrecieron falsas confesiones mediante torturas psicológicas. Al final, jamás se encontró una sola prueba forense o material (nunca aparecieron los supuestos túneles) que indicara la existencia de sectas satánicas. Esto debería ser una clara advertencia de que la mentalidad materialista hija de la Ilustración no es plena garantía de que hayamos sobrepuesto de una vez por todas las fantasías brujeriles. Bear acertadamente advierte que el malestar en una sociedad (y, ¡vaya que en estos momentos de crisis financiera vivimos ese malestar!) facilita la persecución de brujas. Así pues, debemos estar atentos, no a brujas que vuelan por los cielos, o a satanistas que raptan niños; sino a gente influyente que fácilmente puede desatar una histeria colectiva con alegatos sensacionalistas.