miércoles, 14 de septiembre de 2011

La sabana santa ¡vaya timo!



ARES, Felix. La sábana santa ¡vaya timo! Pamplona: Laetoli. 2006. 134 pp.

Llevo varios años estudiando los fenómenos religiosos desde una perspectiva secular. Y, rodeado de izquierdistas como estoy, siempre me encuentro con la trillada tesis de Marx, según la cual la religión es el opio del pueblo. De acuerdo a esta tesis, lo sagrado es una gran estafa. Unos hombres inventaron a Dios para dominar a los demás y ganar provecho económico con eso.

Estas hipótesis siempre me han parecido sumamente simplonas. Pero, debo confesar que, después de haber leído La sábana santa ¡vaya timo!, he cambiado ligeramente de opinión. Quizás la religión se deba a causas muy complejas (temor a los fenómenos de la naturaleza, confusión de metáforas, proyección de la imagen del hombre, predisposición genética, funcionalidad social, etc.), pero este libro me ha convencido de que, en muchas instancias, la religión es un cuantioso negocio.

Hoy, la sábana santa no es ya un negocio (hay negocios religiosos más jugosos, como los televangelistas pentecostales). Pero, ciertamente lo fue en el siglo XIV. Félix de Ares hace un extraordinario recorrido por la historia de esta supuesta reliquia para denunciar, no sólo las múltiples inconsistencias en las que inevitablemente incurrimos si asumimos que este pedazo de tela envolvió al cadáver de Jesús, sino también el contexto de ‘simonía’ (el término que los propios cristianos usan para referirse a la comercialización de lo sagrado) en el que apareció esta reliquia.

De hecho, el libro de Ares puede dividirse en dos partes no cronológicas. Una parte es una discusión técnica de aspectos que, quizás una persona laica (como yo) en asuntos de química, fotografía o anatomía tiene alguna dificultad en seguir (aunque, si se hace un pequeño esfuerzo, se entiende perfectamente). La otra parte es una discusión histórica respecto a aquello que, en continuidad con el gran historiador Mircea Eliade, Ares considera la verdadera religión de la Edad Media, a saber, el culto y la comercialización de las reliquias. Esta segunda parte es mucho más entretenida que la primera.

Y, lo que Ares describe es tan brutal, que a primera vista, incluso un no cristiano (como yo) se escandaliza y tiene dificultad en aceptar el descaro descrito por Ares, sólo para corroborar con otras fuentes que, en efecto, su descripción es real. En la Edad Media, la limosna dada en las iglesias alcanzaba jugosas sumas. Así, prosperó el deseo de muchos clérigos de fundar nuevos templos. Pero, la convención por aquella época era que cada templo nuevo debía contar con alguna reliquia. Y, así, empezaron a aparecer montones de reliquias.

Algunas reliquias pretendían ser meros objetos históricos, como alguna pertenencia de Jesús. Otras, pretendían ser tener un origen más sobrenatural, como unas plumas de las alas del ángel Gabriel. Llegó un momento en que hubo tal sobrecarga de reliquias, que incluso entre los propios cristianos de aquella época, se desconfiaba de la autenticidad de la vasta mayoría de estos objetos. Así, se idearon pruebas para comprobar su autenticidad, como por ejemplo, arrojar la reliquia al fuego (si no ardía, era auténtica). Hubo también intentos por certificar con documentos la autenticidad de estas reliquias. Como ha de sospecharse, no resultó ser muy difícil burlar estas pruebas: se crearon reliquias con materiales petrificados resistentes al fuego, y se falsificaron los certificados.

En ese contexto de estafas y engaños apareció la sábana santa en el siglo XIV. Insólitamente, recuerda Ares, la primera mención documental de la sábana santa procede de un obispo que escribe al Papa (‘Anti-Papa’ en los términos actuales, en realidad, pues su sede era Avignon), advirtiendo que un clérigo de una comarca vecina, había falsificado la sábana en cuestión, y pagaba a la gente para hacerse pasar por enfermos, y ser milagrosamente curados por el manto.

Con todo, eso no ha impedido que, hasta el día de hoy, un considerable sector del catolicismo opine que la reliquia es auténticamente el sudario en el cual se envolvió el cuerpo de Jesús. Ares reseña los distintos exámenes técnicos que se han hecho en tiempos modernos para evaluar su autenticidad. Distintas pruebas con reactivos han revelado que en el sudario no hay ningún rastro de sangre. Y, si acaso la hubiese, su color ya sería negro, y no rojo. Esto, me parece, es un argumento de peso para rechazar la autenticidad del manto de Turín.

Ares también expone otros argumentos en contra de la autenticidad que, a mi juicio, son más débiles. Por ejemplo, Ares señala que en los evangelios no hay mención del sudario. No me parece que eso sea un argumento en contra de la autenticidad de la sábana. Si acaso tal reliquia es auténtica, quizás los evangelistas no le prestaron atención, pero algún otro seguidor de Jesús mantuvo el manto. Sabemos que hay reliquias nazis auténticas, a pesar de que muchas de éstas no son mencionadas en Mein Kempf. Lo mismo podríamos pensar respecto a las reliquias cristianas y su falta de mención en los evangelios.

Ares señala también que el evangelio de Juan deja entrever que el cuerpo de Jesús no fue envuelto en un sudario, sino en vendas de lino. A esto, respondo que los otros evangelios sí mencionan que Jesús fue enterrado con un lienzo entero, y que por regla general, los historiadores (incluidos los seculares) consideran mucho más confiables los relatos de Mateo, Marcos y Lucas, que los de Juan.

Ares señala que, puesto que Jesús era pobre, seguramente no pudo ser enterrado con un lienzo, un honor reservado a los ricos. A eso, respondo que, según el relato de los evangelios, un rico, José de Arimatea, procuró darle digna sepultura a Jesús, en vista de lo cual, pudo haber ofrecido un manto para enterrarlo.

Asimismo, Ares señala que, muy probablemente, Jesús no llevaba barba y pelo largo; la estampa que aparece en el sudario sería más bien una proyección típica de los artistas medievales. Sobre esto, opino que es muy difícil hacerse una idea sobre la apariencia física de Jesús. Los retratos más tempranos de Jesús no son propiamente confiables, pues datan de al menos el siglo III; pero no deja de ser cierto que el mismo Pablo censura a quienes llevan el pelo largo (I Corintios 11: 14). Con todo, me parece que queda abierta la posibilidad de que Jesús sí hubiese llevado barba y pelo largo, si acaso él hubiera sido un nazarita, y quizás, su apodo ‘nazareno’ refleje esto. Ares apela al testimonio de Celso sobre la apariencia física de Jesús como un hombre bajo (la imagen del sudario refleja a un hombre alto), pero opino que no debe perderse de vista que Celso no era un testigo ocular de la vida de Jesús, y que era un adversario del cristianismo. En todo caso, insisto, la apariencia física de Jesús es agua turbia.

Por otra parte, Ares presenta sólidos argumentos de sentido común que dan enorme peso a la hipótesis de que la sábana santa sea obra de un artista medieval. El que más me ha convencido es el siguiente: la impronta facial en un sudario no puede reflejar una cara proporcionada. Al tomar una cara manchada con pintura (o sangre), y envolverla con un trapo, la proporción de las dimensiones se altera (el lector mismo puede hacer la prueba). Con todo, la imagen del sudario de Turín es una cara proporcionada (aunque, algunos fanáticos opinan que el hecho de que la cara sí es proporcionada, contrario a la expectativa, es precisamente la prueba de que se trata de un milagro). Además, Ares señala que hay imperfecciones anatómicas en la estampa del cuerpo en el sudario de Turín: los dedos de las manos son demasiado largos; la imagen frontal no coincide con la dorsal respecto a la posición de los pies; hay falta de profundidad en las nalgas.

La puntilla final a todo esto, no obstante, es la datación del sudario empleando el carbono 14. Ares reseña cómo tres laboratorios independientemente emplearon la técnica del carbono 14, y los tres llegaron a la conclusión de que esta reliquia en realidad procede del siglo XIV. El carbono 14 es una de las técnicas de datación más seguras y confiables, pero con todo, persisten los creyentes que se resistan a aceptar estos hallazgos, y para ello, invocan las típicas hipótesis ad hoc. La más común consiste en postular que el sudario de Turín ha recibido contaminaciones de elementos rejuvenecedores que impiden una óptima datación, pero Ares explica por qué ésta no es una buena explicación.

Con todo, quienes creen que el manto de Turín es auténtico, opinan que la imagen que ahí aparece no pudo haber sido elaborado por un artista medieval. Y, en función de ello, opinan que se trata de un milagro. Más aún, a finales del siglo XIX, Secondo Pia, un fotógrafo aficionado, hizo varias tomas, y al contemplar sus negativos, apreció la imagen completa no vista anteriormente. A partir de ello, se ha alegado que el manto de Turín es un negativo de una fotografía, y de nuevo, eso lo hace milagroso, pues en la Edad Media no había acceso a tales tecnologías.

Ares admite que la imagen es inusual y que, el artista que la pintó exhibió un alto nivel de maestría. Pero, Ares somete a consideración algunas posibilidades que perfectamente pueden explicar cómo se pintó la imagen, sin necesidad de apelar a una intervención sobrenatural. La imagen pudo haber sido hecha con la técnica del frotado sobre un bajo relieve, el tostado, o pintada con un pincel, o transfiriendo la imagen de una tela a otra.

En definitiva, el libro de Ares es un repaso demoledor de los alegatos irracionales de quienes aún se empeñan en afirmar que un pedazo de tela del siglo XIV no es sólo la sábana con que se cubrió el cuerpo de Jesús, sino que además, lleva impronta una imagen sobrenatural. Me parece que el manto de Turín es emblemático de la profunda división que hay en el catolicismo entre la piedad del pueblo llano y la mayor sofisticación de los teólogos. La elite de clérigos que se ha dedicado más al estudio y menos al sensacionalismo apelará mucho más a los argumentos apologéticos clásicos, que a una falsa reliquia.

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