CHORDÁ, Carlos. El yeti y otros bichos ¡vaya timo! Pamplona: Laetoli. 2007. 134 pp.
Hace unos meses, escribía un capítulo de mi libro El postmodernismo ¡vaya timo! En ese capítulo, dirigía mis críticas a las feministas que defienden la tesis de que hubo un matriarcado histórico, y para ello se basan en las descripciones del historiador griego Herodoto sobre las amazonas. Indagando un poco más sobre Herodoto, descubrí que es un cronista no muy confiable. Pues, además de narrar historias fantasiosas sobre las amazonas, dejó un registro sobre la existencia de los cinocéfalos en Libia, supuestos hombres con cabeza de perro (no faltará algún fundamentalista norteamericano que opine que el dictador Gadaffi es descendiente de esta raza de hombres).
Pues bien, la imaginación de Herodoto sobre extraños animales ha encontrado firme arraigo en las mitologías de casi todo el mundo. A medida que la zoología ha adquirido un carácter científico en el Occidente moderno, las historias sobre hombres con cabeza de perro, monstruos marinos que acosan embarcaciones, y criaturas por el estilo, han quedado relegadas al folklore. Pero, como suele ocurrir, persiste una legión de personas que pretenden cubrir con un manto científico sus mitológicas creencias sobre animales descomunales. Estas personas promueven la pseudociencia de la criptozoología.
Carlos Chordá elabora un repaso demoledor por los principales alegatos de la criptozoología. Su libro es una carta dirigida al defensor de la criptozoología, en la cual desenmascara los errores y asunciones de las cuales se valen los criptozóologos para defender su causa.
Un aspecto muy importante destacado por Chordá, es que nunca se podrá probar la inexistencia de un ente, sea Dios o un unicornio azul. Nuestra experiencia es limitada (y, por eso, la ciencia es inductiva), y por ende, siempre queda abierta la posibilidad de que el chupacabras exista en alguna región inexplorada de Puerto Rico. Pero, precisamente, la carga de la prueba reposa sobre el criptzoólogo. Si éste no logra proveer evidencia contundente a favor de sus alegatos, entonces debemos asumir que las criaturas que él menciona, no existen.
Chordá empieza por mencionar el intrigante hecho de que Charles Darwin se aventuró a postular la posibilidad de que alguna esfinge con una lengua muy larga, pero aún no descubierta, debe existir. Darwin hizo esta inferencia a partir de su observación de una orquídea que necesita un polinizador con esas características, a pesar de que, hasta ese momento, no había sido descubierta tal especie.
A partir de ello, muchos criptozóologos han asumido a Darwin como padre fundador de la criptozoología. Pero, Chordá recuerda que la inferencia de Darwin es racional (a diferencia de los alocados alegatos de los criptozoólogos) y, eventualmente, esa especie sí fue descubierta. Los criptzóologos también toman como bandera de su disciplina el okapi, un mamífero que se creía mitológico, pero que eventualmente fue descubierto e incorporado a la lista de animales existentes.
Con todo, eso está muy lejos de los alegatos irracionales que suelen hacer los criptozóologos. Pues, en casi todos los casos, postulan la existencia de animales, pero sobre la base de evidencia sumamente débil, fundamentalmente anécdotas, Y, además, añade Chordá, sospechosamente son organismos que forman parte de la mega fauna. Muy pocos criptozoólogo tiene interés en encontrar un pequeño roedor o un minúsculo insecto. Antes bien, sus alegatos son sobre grandes animales. No es difícil ver la sed de sensacionalismo en estos alegatos. Como buen biólogo, Chordá además postula la implausibilidad de los alegatos criptozoólogicos: si de verdad estos críptidos existieran por tanto tiempo, se verían en mayores cantidades, pues para mantener a una especie durante mucho tiempo es necesario una población que permita la reproducción.
Además, es sospechoso que los avistamientos de estos críptidos ocurran en regiones climáticas muy disímiles entre sí, pero a al mismo tiempo estas regiones tienen habitantes con similitudes culturales (por ejemplo, el chupacabras aparece en ríos, montañas, sabanas y desiertos, pero casi siempre es visto por personas de habla hispana).
Los cinocéfalos descritos por Herodoto eran probablemente papiones en la sabana africana: primates cuya cabeza, en efecto, tiene cierto aspecto canino. Pues bien, en la mayor parte de los críptidos (los supuestos animales aún no descubiertos por la ciencia), las descripciones que sobre ellos se hacen parecieran tratarse de meras confusiones respecto a otros animales. Así, por ejemplo, Chordá postula que el temible mokele-mbembe del Congo seguramente es el hipopótamo.
No toda la criptozoología se debe a confusiones en las observaciones. Chordá advierte que en muchos casos hay fraudes deliberados. Son los casos de las supuestas evidencias fotográficas del monstruo del lago Ness, las piedras de Ica en Perú con supuestos registros de cazadores de dinosaurios, y por supuesto, el Chupacabras. En este último caso, probablemente se deba a un macabro gamberrismo que depreda animales domésticos para atribuir esta violencia a un misterioso animal difícil de clasificar.
Probablemente el críptico más famoso de todos (y el cual sirve de título a este libro), el yeti, también cuenta a su favor evidencia muy débil. En la mayoría de los casos, Chordá advierte que se trata de meros testimonios sin mayor fuerza probatoria. Hubo alguna ocasión cuando, en Bhután, se encontró en un árbol un pelo; al descifrar el ADN procedente de este pelo, no pudo atribuirse a ninguna especie conocida. Los criptozoólogos inmediatamente saltan a decir que debe tratarse del ADN del yeti. Esto, por supuesto, es una típica falacia ad ignorantiam: asumir que, puesto que no hay explicación para un fenómeno, debe ser atribuido a alguna causa misteriosa.
Podrá surgir la pregunta: ¿por qué no confiar en los testimonios? Chordá hábilmente advierte la fragilidad y poca confiabilidad de la percepción humana. En condiciones de poca nitidez, muchas veces vemos lo que deseamos ver. Y, quien esté deseoso de encontrar un yeti, seguramente interpretará alguna sombra como el mítico animal. Por razones evolutivas, tenemos la tendencia a apreciar patrones donde realmente no existen, y eso hace que muchas veces ‘veamos’ figuras inexistentes.
Para que un alegato sea tomado en serio, es necesario mucho más que el testimonio. Chordá se hace eco de la famosa frase de Carl Sagan (Chordá erróneamente se la atribuye a David Hume, a pesar de que el filósofo escocés sí pronunció algo similar respecto a los milagros): los alegatos extraordinarios requieren evidencia extraordinaria. Los escépticos quedaremos convencidos de la existencia del chupacabras cuando sea atrapado en una jaula, y examinemos su ADN. De resto, es más probable que el testimonio sea falso.
En definitiva, el libro de Chordá es muy ameno e ilustrativo. Por supuesto, no pretende ser una enciclopedia escéptica de la criptozoología. Según consulto en Wikipedia (http://en.wikipedia.org/wiki/List_of_cryptids), la lista de supuestos críptidos supera los cien. Por sólo mencionar algunos casos, Chordá no habla del delfín rinoceronte, los cabezas de melón, o el qilin. Pero, estas omisiones no afectan la integridad de su labor como divulgador y escéptico.
Posiblemente la crítica más completa (y amable) que nadie ha hecho sobre mi libro. Muchas gracias, Gabriel.
ResponderEliminarUn abrazo.