SANTAMARÍA, Carlos y FUMERO, Ascensión El psicoanálisis ¡vaya timo! Pamplona: Laetoli. 2008. 101 pp. 102
Mi madre me contaba que, cuando yo era niño, me asomaba en la ventana de su baño a verla desnuda. A decir verdad, yo no recuerdo haber hecho esto. Pero, mi madre insistía en que la historia era verdadera. No he tenido motivo para dudar de su testimonio, después de todo, se trata de mi propia madre. No obstante, con el pasar de los años, he venido a dejar un espacio de duda para esta historia. No creo que mi madre me haya mentido deliberadamente. Pero, quizás, ella interpretó mi intención erróneamente. Quizás yo me asomé a su ventana porque había dejado ahí un jabón, y ella estaba circunstancialmente bañándose. Después de todo, mi madre ha sido simpatizante del psicoanálisis, y cada vez más descubro la tendencia que los psicoanalistas tienen a sobre-interpretar sexualmente actos y gestos que, en realidad, son llanamente asexuales.
Pues bien, Ascención Fumero y Carlos Santamaría se han propuesto elaborar críticas como éstas, y otras más, al psicoanálisis, y lo hacen con gran acierto. Los autores recapitulan una de las críticas más comunes que, desde la filosofía de la ciencia de Karl Popper, se ha hecho al psicoanálisis: la tendencia a buscar sólo confirmaciones de las teorías postuladas, y la imposibilidad de postular un contraejemplo que sirva como refutación. Consideremos por ejemplo, lo que los psicoanalistas dicen sobre los sueños: todo sueño está compuesto por algún contenido sexual. Si se sueña con un pene, se confirma la hipótesis. Si se sueña con una espada, también se confirma la hipótesis, pues la espada es evocadora del falo. Y, se sueña con un elemento claramente asexual como, supongamos, la lluvia, entonces también eso confirma la hipótesis psicoanalítica, pues eso sería señal de la represión. Al final, no importa frente a cuál sueño estaremos, siempre se confirmará la teoría psicoanalítica. Por razones obvias, teorías como éstas no pueden considerarse científicas. Falta, en los términos planteados por Popper (al cual los autores nunca citan), la posibilidad de la falsabilidad.
Respecto a los sueños, Santamaría y Fumero admiten que la ciencia no tiene claro cómo se forman. Pero, los autores decididamente rechazan que se traten de deseos no satisfechos (como lo suele entender el psicoanálisis); más bien podrían ser el resultado de la desconexión de diferentes áreas del cerebro durante la fase del sueño. Admito no conocer lo suficiente sobre esto, pero al menos en mi experiencia personal, debo advertir que muchas veces sueño con cosas que yo he deseado. Quizás haya espacio para discutir esto, pero sí me parece indiscutible la crítica que Fumero y Santamaría hacen respecto a la inclinación de los psicoanalistas para interpretar en términos sexuales asuntos que, según parece, nada tienen que ver con el sexo.
Los autores no niegan que el inconsciente exista. Pero, advierten que no existe como una suerte de fuerza oscura profunda que juega malas pasadas a las personas por medio del lapsus lingüísticos. De hecho, estos lapsus se deben probablemente a confusiones procedentes de parecidos semánticos y fonológicos, mucho más que a la traición de un inconsciente enterrado y reprimido en las profunidades de la mente. Además, anotan Santamaría y Fumero, desde hace mucho tiempo el sentido común ha postulado que muchas veces hacemos cosas sin poder explicar plenamente el por qué o cómo las hacemos (en el ejemplo provisto por los autores, manejar una bicicleta), de manera tal que en las pocas cosas en las que Freud no estuvo equivocado, no fue innovador.
Si bien el inconsciente existe, los autores denuncian que los psicoanalistas han exagerado su poder. Por ejemplo, antaño se creía que, mediante la publicidad subliminal, se podía manipular el inconsciente de los consumidores e inducirlos hacia un producto en especial. Hoy, se sabe que la publicidad subliminal no tiene efecto, y que los supuestos estudios que sugerían que sí tenían efecto, resultaron ser unas farsas.
Los autores también atacan las teorías psicoanalíticas sobre la represión. Según nos informan Santamaría y Fumero, las personas que sufren experiencias traumáticas, en vez de reprimir estos recuerdos, desafortunadamente los mantienen muy vivos en su memoria, y no logran sepultarlos.
Santamaría y Fumero no dudan de que las experiencias traumáticas de la infancia repercutan sobre la vida adulta. Pero, los autores postulan que las experiencias vividas antes de los cuatro años de edad no tienen ninguna trascendencia, sencillamente porque los humanos no tenemos capacidad de recordarlas, dado el hecho de que nuestro cerebro antes de esa edad no tiene la suficiente capacidad de almacenar las memorias. Así, hipótesis como las de Otto Rank, respecto al trauma del nacimiento, son extravagantes. Además, muchas de esas supuestas experiencias traumáticas proceden de la supuesta sexualidad de los niños, pero los autores advierten que en el cerebro infantil no está aún desarrollado el hipotálamo, la región cerebral desde donde se dirige la actividad sexual.
Debo admitir que me viene como sorpresa la tesis de que, antes de los cuatro años, no recordamos absolutamente nada. Si eso es así, ¿qué sentido tiene que las madres se esfuercen tanto en aliviar el llanto de los niños pequeños? Si, al final, no recordarán nada, ¿para qué molestarse en aliviar un trauma que, a la larga, será intrascendente?
Santamaría y Fumero hábilmente también critican las hipótesis psicoanalíticas sobre el complejo de Edipo. Además de que, sencillamente, los niños aún no están equipados cerebralmente para tener impulsos sexuales, debe también objetarse al psicoanálisis la tendencia de interpretar en términos edípicos asuntos que son mucho menos complejos. Los autores también hábilmente exponen los absurdos y errores de malpraxis a los que llegó el mismo Freud en sus obsesiones sexuales, al tratar casos que resultaron en fracaso, como el de Anna O, o sencillamente, en interpretaciones disparatadas, como en el caso del pequeño Hans.
A juicio de los autores, el psicoanálisis no es meramente erróneo, es también peligroso. Pues, puede prevenir a los pacientes de someterse a tratamientos realmente efcetivos, amén de que puede hacer un diagnóstico errado y atribuir causas estrictamente mentales procedentes de traumas sexuales de la infancia, a enfermedades que pueden tener otras causas. Además, en el psicoanálisis se corre el riesgo de implantar recuerdos falsos en los pacientes, al punto de que el psicoanalista puede convencer al paciente de que éste ha sufrido algún abuso durante la infancia, inclusive si ni siquiera lo recuerda.
Fuera de la clínica, el psicoanálisis es también disparatado. Los psicoanalistas tienen la tendencia a interpretar cuentos de hadas, novelas, revoluciones y crisis económicas en términos de sus temas psico-sexuales predilectos. Y, de nuevo, los autores denuncian muchos de los absurdos a los que han llegado muchos psicoanalistas al interpretar monolíticamente las cosas. Quien tiene un martillo, ve clavos por doquier. Con todo, en defensa de Freud frente a los demoledores ataques de Santamaría y Fumero, debo señalar una frase (probablemente apócrifa) pronunciada por el padre del psicoanálisis: “un cigarro es sólo un cigarro”; a saber, el mismo Freud parecía admitir que, en ocasiones, no viene al caso sexualizar un cigarro como un símbolo fálico.
Debo admitir que casi no he encontrado un párrafo con el cual no estuviera de acuerdo con los autores. No obstante, debo también expresar un parcial desacuerdo con una de sus teorías. Fumero y Santamaría postulan que el complejo de Edipo no existe, entre otras cosas, porque tenemos una aversión natural al incesto. Esto se debe al llamado ‘efecto Westermarck’ (nombrado en honor del antropólogo que lo postuló), según el cual, dos personas que se han criado desde la infancia sentirán aversión sexual en la edad adulta. Según Westermarck (y los autores), esto es un mecanismo de la selección natural que impide que personas con proximidad consanguínea se apareen, a fin de evitar la acumulación de genes recesivos que pueden resultar perjudiciales.
Admitiré que hay buenos indicios a favor de esta teoría. Los niños criados desde la infancia en los kibbutz, muy rara vez se casan entre sí. En Taiwán, existe la práctica de juntar desde la infancia a futuros esposos, pero una vez que se casan, pierden el interés sexual. Además, algunos primatólogos postulan que entre los bonobos no hay incesto, lo cual también sirve de indicio para afirmar que la aversión al incesto tiene una base biológica.
Ahora bien, si tenemos una aversión natural al incesto, pregunto: ¿para qué existe el tabú? Todos tenemos una aversión natural a comer estiércol (por buenas razones evolutivas), pero precisamente por ello, no existe una ley que prohíba el consumo de estiércol. Si existen leyes en contra del incesto es porque, presumiblemente, alguna gente sí querrá tener sexo con sus consanguíneos.
Los autores aseguran que el tabú del incesto no es universal, precisamente porque ya la naturaleza se ha encargado de hacernos sentir asco por él: “… Un estudio llevado a cabo sobre 129 sociedades distintas… se halló que la mayoría de ellas no prohibían o regulaban el incesto entre miembros de la familia nuclear” (p. 84). Los autores no ofrecen la cita de este dato, y es lamentable, pues quedo realmente sorprendido con esta información. Hasta donde tengo conocimiento, todos los antropólogos han reportado que las sociedades en las que ellos han vivido, existe un tabú explícito del incesto. El antropólogo G.P. Murdock procuró sistematizar comparativamente las instituciones de diversas culturas, y encontró que el tabú del incesto es una de las pocas instituciones que pueden llamarse genuinamente universales. La aseveración de Sanramaría y Fumero contradice una masa inmensa de datos etnográficos e históricos.
En todo caso, mi postura sobre el tabú del incesto es la siguiente: quizás sí exista una aversión natural al incesto, pero no lo suficientemente fuerte como para no hacer explícita su prohibición. El incesto no ha sido prohibido por motivos edípicos o biológicos (los hombres primitivos no tenían suficiente conocimiento de genética como para advertir el peligro del incesto), pero quizás sí por motivos sociológicos. Mediante el tabú del incesto, puede asegurarse que una sociedad establezca alianzas con otra (ésta es la tesis del antropólogo Claude Levi-Strauss), y además, el incesto debe prohibirse explícitamente para asegurar el orden interno de la estructura familiar (difícilmente este orden podrá mantenerse si el padre es a la vez el rival sexual).
En definitiva, El psicoanálisis ¡vaya timo! es un aporte significativo. La colección “¡vaya timo!” está poblada de críticas a creencias irracionales populares como las brujas y la astrología, y quizás algún gurú académico se resienta de que el psicoanálisis sea equiparado a la creencia en vampiros o abducciones extraterrestres. Pero, es hora de sincerarse y apreciar que los cuentos sobre el complejo de Edipo y la envidia del pene son, precisamente, cuentos.
Este libro debería servir también de advertencia para que otras disciplinas con perfil académico no incurran en los abusos epistemológicos del psicoanálisis. Como acertadamente señalan los autores, es muy fácil caer en sesgos de confirmación, e interpretar todo en función de una teoría que creemos que todo lo explica bien. Junto al psicoanálisis, podemos criticar al marxismo de ver explotaciones y alienaciones donde el sentido común no ve nada de eso. Así como Freud interpretó la epilepsia de Dostoyevski como el resultado de su complejo edípico no resuelto, así también los marxistas tienen la tentación de explicarla como una enfermedad ocasionada por la opresión burguesa en la Rusia zarista.
Quizás la disciplina que hoy en día más riesgo corre de caer en los vicios del psicoanálisis, es la psicología evolucionista, a la cual los autores frecuentemente apelan. Como bien señala Mario Bunge, existe el peligro de interpretar todos los rasgos mentales en función de las adaptaciones de nuestros ancestros en la sabana africana. La psicología evolucionista promete ser muy plausible, pero debe asumirse con cautela.
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